Una de las lecciones funcionales más cotizadas de la valiosa herencia moral de mi padre fue precisamente la de no desatender las peticiones de cuantos estaban pasando dificultades. La de ofrecer rápida asistencia a las personas urgidas, pidieran ayuda de viva voz o sólo con pupilas elocuentes.
Y, además, había que hacerlo bien, sin preguntas o prejuicios ni, menos, haciendo gestos. El aporte de nuestro lado podía ser de diferente estilo: material, espiritual, hasta psicológico. Dependía entonces del instante, de la clase de necesitado que tuviéramos en frente y de los recursos que también estuvieran a nuestro alcance.
Tampoco tuvo la obsesión del ahorro enfermizo o la mentalidad egoísta de capitalizar a despecho de quien necesitara del saldo de su cartera.
Por el contrario, le abundaron las buenas intenciones y el aporte modesto de su parte, rápido y festivo a quien se lo solicitara bien de viva voz o con señales de humo.
Recuerdo nítidamente el suceso que dio origen a la oración proverbial de arriba, “si piden es porque necesitan. Y hay que hacer algo al respecto”. Frase que a su vez nos alentó en broma a inventarnos otra, atisbando a los pollitos bullangueros del patio, y es esta otra, –no consagrada por los refranes mundiales–: “Si pía es porque necesita”. Muy cierta también como nos lo reitera la tonada infantil: “Porque tienen hambre, porque tienen frío” Y hay que hacer algo al respecto también.
El episodio ocurrió una tarde mientras él marchaba con paso animoso por una de las principales calles empedradas del pueblo. Un fulano, de aspecto deprimente, se le atravesó bruscamente, suplicándole con las manos:
―“¡Por el amor de Dios, –le dijo casi gritando–, deme plata, necesito comprarme un pan, llevo semanas sin comer nada”.
Y él, ni corto ni perezoso, sin peros o ira alguna, desenfundó la cartera y extrajo de ella los únicos dos mil pesos que llevaba consigo –mucho dinero para la época–, y se los entregó deprisa al supuesto muerto de hambre.
A uno de nosotros, frente a la escena, se le despertó el mal genio, el celo interno contra las cosas mal hechas, y, justo cuando mi padre guardaba la cartera vacia, lo cuestionó inmediatamente: “¿Por qué bota la plata así, papá –le dijo con voz cruel– Ese tipo la usará seguramente para comprar cerveza o cigarrillos”. Mi padre, impávido y con la serenidad de haber hecho lo correcto, le replicó como un santo: “Si pide es porque necesita”.
Sabía, sin ser ducho en Escrituras convertir en hechos el dictamen del libro de los Proverbios: “Nunca niegues un favor a quien te lo pida, cuando en tu mano esté el hacerlo”.
Nos comentaría luego, por la noche, en torno a la mesa, al partir el pan, que ya el uso o el abuso que el beneficiario haga con nuestras ofrendas o con nuestros servicios no es propiamente de nuestra incumbencia: “Eso ya pertenece al criterio de cada uno. Y cada quien dará cuenta de sus propias decisiones. No le corresponde a mis bondades saber y enjuiciar las probables maldades que otros hagan con ellas”.
Quien lo había cuestionado horas antes en la calle, no tuvo valor ahí en la mesa para controvertir su manera de aplicar en la vida diaria el imperativo de la caridad. Y aunque no era hombre de jaculatorias y de prédicas, ese era uno de sus recursos para que nosotros filosofáramos bien en cuanto a la convivencia con los demás.
Pero, como buen maestro, no lo hizo una sola vez. Posteriormente nos enseñó el mismo tema, por si lo habíamos entendido mal o lo habíamos olvidado. Cambió eso sí la metodología y el recurso didáctico.
Ya no fue en la calle, sino durante la visita a la casa de una de sus vecinas. Tras la rutina del saludo y la charla de rigor, se quedó examinando a través de sus lentes espesos y discretos las cosas en torno suyo como para que ellas mismas en lugar de sus dueños, le dijeran cómo estaba allí la situación. Remató su comedida inspección frente a la alacena. Fue ahí entonces cuando extrajo de su flaca cartera el único de sus billetes y se lo extendió a la señora: “Gracias por ser adivino, –repuso ella, sonriente y gratamente sorprendida–, no quería confesarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”
Nosotros nos quedamos con muchas ganas internas de censurarlo, porque la señora tenía hijos grandes que deberían socorrerla; y un marido que también ganaba. Pero tanto éste último como aquéllos, tal vez no tenían ni ley ni consciencia, o quizá no les alcanzaban sus ingresos; lo cierto es que la condenaban a pasar penurias. Sin embargo, ninguno de nosotros se atrevió a reprochar su actitud desprendida. Ya sabíamos cuál era su mecanismo de defensa. Además, la lección estaba ya aprendida: “Si pide es porque necesita. Y algo hay que hacer al respecto” .
Ahora, cuando él ya no está físicamente con nosotros, me sigue cautivando la escena de las cluecas y sus crías que descubro por ahí de paso por las veredas. A veces, me detengo, iniciando un elemental proceso de escucha y observación. Soy testigo entonces del piar escandaloso de los pollitos que sobresaltan a sus nobles madres gallinas. También sigo notando que, en vez de la indiferencia e incluso de la rabia de sus progenitoras, éstas, sin demora ni distracciones, corren a ofrecerles gusanitos o lo que tengan a su disposición. Me da finalmente una especie de alergia en los párpados que se agitan para impedir que las lágrimas acompañen una nostalgia preciosa del legado paterno: “Si piden –fueron sus palabras– es porque necesitan.
Pero hay más, aparte de los pollitos. Ahora, ya con muchos años encima, parece repetirse conmigo una escena similar a esa de aquella tarde, en las calles empedradas de mi pueblo ancestral, cuando a mi padre lo abordó un sujeto sospechoso de necesidades.
Sucede que alguno de mis hijos o cualquier otro observador, me reprueban con voz o con mirada rayada cuando respondo con monedas o palabras sanas a quienes, con estampa dudosa, limpian cristales o hacen rogativas por sus vidas al lado de los espejos retrovisores de mi auto.
Sepan entonces que me manejo así porque quiero ser honesto heredero del patrimonio moral de mi padre, quiero ojear sin muchos protocolos la facha y las circunstancias de los demás, a ver si les falta algo y yo puedo en modo alguno hacer algo.
Yo, pecador, me confieso que no lo hago bien. Sigo en la lucha y en el intento. Pero, siempre estará ahí vigente el alma ilustre de mi padre para confortarme e instruirme: “¡Si piden –directamente o de forma implícita– es porque necesitan. Y tú debes hacer algo al respecto!”
Aquella mañana regresó nuestro padre de la plaza de mercado no sólo trayendo la gallina de echarle a la olla sino que también volvió con facha más optimista que de costumbre, luciendo una sonrisa amplia de satisfacción.
Fue siempre partidario del buen comer y del buen beber y de intercambiar palabras jocosas con quien se encontrara a su paso: “El carnicero me dijo cuando me despedía, ––nos explicó sin esperar la pregunta–– ‘adiós joven’. Y allá por la calle sexta, Don Eliseo, ese hombre culto que ustedes conocen, me saludó con su tradicional ‘Buenos días, caballero noble’” Y pasó enseguida muy orondo a la “operatoria”, como solía llamar a su sitio de trabajo donde moldeaba las dentaduras y se ocupaba de otros menesteres dentales.
Sin duda, le habían estimulado el orgullo propio y perfumado la autoestima. Pero a él no le hacía mucha falta que lo adularan o lo hicieran reír. Él mismo se hacía el ambiente, buscaba la charla, echaba sus chistes, aprovechaba detalles de las circunstancias para hacer bromas o echar un cuento de su repertorio. Le gustaba vestir de traje y corbata como un personaje importante, así no tuviera los diplomas de profesional ni la etiqueta de los franceses.
Ya por la noche, en torno a la mesa o de pronto en la sala, no faltaba alguna voz que le solicitara cualquier cuento de su repertorio. O inclusive alguien le señalaba cuál historia en concreto quería escuchar. Esa noche, por ejemplo, nos reunimos durante la comida, a compartir aquel queso memorable, proveniente de la finca del Edén, con arepa y calentado –eran las épocas en que por lo general las familias cenaban todas en pleno– y fue cuando nos empezó a platicar sobre las costumbres de su hermana precisamente allá en el campo.
Esta tía la queríamos porque preparaba el mejor queso del mundo y entre otras cosas, solía salir al patio, cuando escuchaba en el cielo el ruido de un avión. No muy gustosa de la era moderna, lo miraba un rato y al final refunfuñaba, malhumorada: “¡Ociosos!” Y si mal no recuerdo, –como era “goda” innata– cuando le hablaban de los otros, de una vez rezongaba diciendo: “¡Ah, arrastrados liberales!”
Pero esa noche, el público pidió el cuento del bobo y la luna. Entonces nuestro padre sin hacerse de rogar comenzaba:
“El cuento es que una vez unos campesinos mandaron a su hijo –no muy aventajado intelectualmente y que recién se había graduado de bachiller– a estudiar a la Capital donde estuvo varios años en casa de uno de sus tíos supuestamente estudiando en la universidad. Al cabo de ese tiempo regresó al campo con ínfulas de doctor y ademanes de filósofo. Fue cuando vio en el pasto un azadón y con aire citadino de extrañeza preguntó a los papás: “Y ¿Esto cómo se llama?” Pero como no había dejado en el fondo de ser bobo, por descuido pisó el metal y el palo le voló hasta la cara: “¡Ah, ––gritó dolorido–– maldito azadón!” (De esa manera recordó el nombre que pretendía haber olvidado).
Pero lo peor ocurrió –siguió contando nuestro padre– por la noche, cuando salieron todos a mirar las estrellas. (Una linda poesía que no se escribe ni se lee, sino que se vive.).
Los padres del muchacho estaban entonces orgullosos de volver a tenerlo a su lado, tras sus largos años de estudio en la Capital. Esa noche pues el bobo se quedó mirando fijamente la luna, con semblante de científico, mientras los papás lo admiraban y comentaban entre ellos: “Está meditando en los profundos secretos del Universo”. Al cabo de un buen rato, el supuesto sabio se volvió hacia ellos para concluir solemnemente: “¡Papá, mamá, he descubierto que esta luna se parece a la de Bogotá!”
Y de inmediato otra voz solicitaba el cuento del muchacho que se fue a confesar porque estaba arrepentido de decir malas palabras o porque no sabía confesar bien los pecados. Y nuestro padre entonces nos recordaba las dos historias. Una era la del labriego que fue al confesonario y le dijo al Padre que se acusaba de su pésima costumbre de decir a todo trance la palabra “jediondo”.
El santo párroco comenzó a darle consejos, a persuadirlo de que toda palabra ociosa u ofensiva para el prójimo atrae el castigo de Dios. Entre otras cosas le dijo, –para reforzar el propósito de la enmienda–, que el Ángel de la Guarda, cada vez que él pronunciaba esa fea palabra se retiraba de su lado, como en una exhalación, siete leguas de distancia. Fue entonces cuando el supuesto penitente lo interrumpió asustado, exclamando: “¡Ah, JEDIONDO, de rendirle!”
“El otro muchacho penitente ––siguió el narrador– se acercó al confesonario y se arrodilló justo al lado de un canasto de huevos que una señora había llevado al pueblo para venderlo en la plaza. El padre entonces le pidió que confesara sus pecados. Y él comenzó diciendo: “Padre, me acuso de que me robé un huevo” El confesor en seguida lo exhortó a la honestidad, a la rectitud de conciencia, al cumplimiento del séptimo mandamiento. Y luego, le pidió que continuara el relato de sus faltas personales. “Padre, me acuso ––prosiguió el joven feligrés– de que me robé otro huevo” El Padre, un poco molesto, reprendió al muchacho porque no contaba las faltas completas: “¡Dígame de una sola vez, ¿cuántos huevos se robó por todos?” El muchacho que no sabía lógicamente confesarse y ni siquiera tenía respeto por el sacramento le contestó con cinismo: “¡Padre, no me presione. Es que no sé todavía cuántos huevos. Hay tantos en el canasto!”
Y así de esa manera entretenida, sin televisión y sin Internet, pasábamos el tiempo nocturno antes de irnos a conciliar el sueño, no sin antes adelantar el respectivo protocolo de las “Buenas noches”.
Sucedía que nuestra madre, como le decía “Ole” a nuestro padre, nos contagió la costumbre. Entonces, dirigiéndonos a él con el original “¡Ole!”, le dábamos las buenas noches al “Joven” y le deseábamos felices sueños al “caballero noble”.
Él se reía y nos devolvía los buenos deseos. Ahora yo sé que él donde quiera se encuentre todavía celebra la broma y la palabra festiva y que a pesar de nuestras arrugas y de nuestras ignorancias o la falta de títulos nobiliarios, nosotros sus hijos siempre seremos “jóvenes, damas y caballeros nobles” Y que ojalá el patrimonio no se pierda y que “la leyenda continúe”.
Esas horas apacibles de la tarde, en el campo, mirando hacia el poniente, donde el horizonte ya se mezcla con las sombras, pueden contagiar a cualquiera de nostalgia y de inquietud por los colores que se apagan, por las formas que se ocultan, por el gozo perdido de la luz que se disipa.
Es el momento sereno también del paseo vespertino de dos enamorados, quienes, de la mano, muy juntos, caminan en silencio por la senda ya casi ennegrecida. De pronto el joven, de saludables años, quien alguna vez escribió un poema doméstico sobre la puesta del sol, suspende el paso, se vuelve a su amada y le comenta:
–¡Amor, nuestro idilio no conocerá el ocaso!
–¡Mientes, amor! –Le replica amablemente la doncella, de frescos y alegres años, mientras fija su mirada primero en él y luego en el anochecer que se aproxima. Luego se vuelve a su pareja y añade:
–Nuestro romance también se hará viejo y conocerá tal vez llorando su inevitable ocaso.
El joven se silencia. Quisiera replicar. Argumentar en contra del ocaso. Pero en su interior reconoce que uno no puede oponerse a la insoportable levedad del ser, a la caducidad de los haberes terrenales, entonces prefiere bajar la frente y seguir la marcha. Y se separan, como si el fantasma del pesimismo fuera en el medio.
El sendero por donde van, está cubierto de hojas secas que las ráfagas del viento alborotan. Para el poeta, podrían estar desentonando por haber tenido su propio ocaso, podrían estar expresando sus últimas gemidos porque ya no cuelgan de las ramas ni volverán a ellas. Pero no están solas. La arena también se suma a la escena, acompañando inquieta a las agonizantes hojas, y se levanta forjando siluetas informes que simulan monstruos errantes.
Los dos jóvenes ya no charlan, van mudos. Ella se concentra en la luz rubia y postrera del sol en su ocaso. El se entretiene con los fantasmas móviles y con el barullo de las hojas que se arrastran como cadenas o se arremolinan por los aires. El viento sigue corriendo con su dinamismo sombrío, batiendo hojas, arenas y sombras. Y en el fondo, la escena del mundo sigue muriendo.
De pronto, ocurre un prodigio, ambos se miran, sonríen y dicen: Es cierto, ¡Todo tiene su ocaso! Y volvieron ardientes a tomarse de la mano. (Es que el amor es más fuerte que el ocaso. Y aprovecha el tiempo disponible).
Érase una vez un humilde artesano que sobrevivía gracias a la lenta y escasa producción de telas que conseguía manufacturar en su sencillo telar. Este hombre se llamaba Simply (No es broma, ese era simplemente su nombre).
Un día, –como suelen decir los agoreros–, lo golpeó la mala suerte, porque el viejo bastidor del aparato rudimentario, por el excesivo ajetreo de los años, estalló en pedazos, paralizando evidentemente la trama de su producción laboral.
–¡Vaya! –Se dijo entonces, afanado–. ¡Tendré que ir de inmediato al bosque –con el permiso de mi mujer, obvio–, a conseguir la madera para reconstruir la pieza!
Salió pues de prisa de la casa y caminó un buen trecho hasta encontrar un árbol robusto, al cual consideró apropiado para el efecto.
–¡Este árbol es el ideal! –exclamó empuñando el hacha. Con lo que no contaba Simply era que en ese árbol moraba un astuto y poderoso genio, el cual, alborotado al escuchar la amenaza, le gritó intimidante:
– ¡Detente! No te atrevas a destruir mi hogar.
–Pero necesito la madera, –le aclaró el sorprendido tejedor– No podré trabajar si no reparo de inmediato el telar que nos da el sustento. Y si no trabajo, lógicamente mi mujer y yo moriremos de hambre.
–Te entiendo, pero es que éste es mi árbol. No puedo abandonarlo ni dejar que muera. Te propongo un trato. Cumpliré cualquier deseo que me pidas a cambio de que me dejes seguir viviendo en él. Podrías perfectamente hallar la madera en otra parte y obtener encima un regalo fabuloso. Sólo tienes que decidir qué quieres.
A Simply le caló hondo la propuesta del espíritu arbóreo, pero aun así se quedó pensando, sin ser capaz de decidir. –Por fin, le contestó:
No sé ahora qué pedir… ¿Puedo consultarlo con alguien, con un amigo, por ejemplo, y volver dentro de un rato?
–Claro que sí, –admitió el espíritu–, puedo esperar. Ojalá no demores en tomar una decisión correcta.
Y de una vez, el tejedor se fue a la casa de su mejor amigo, el barbero, antes de ir a casa, y le expuso la historia.
–¡Hombre! –Exclamó éste, apenas acabó Simply– Me parece fácil la decisión: ¡Pide ya un reino! Tú serás el rey; tu mujer, la reina. Yo, tu primer ministro. Se acabarán las pobrezas y las preocupaciones materiales.
–Me parece muy buena idea.–Comentó el tejedor–. Sin embargo, antes debo consultar también con la patrona, con mi mujer.
–¡Mejor no lo hagas! –Le aconsejó el barbero, no muy dado a buscar opiniones de todo el mundo antes de resolver un asunto–. Si yo fuera tú, no preguntaría a nadie más que a tu mejor amigo. Elegir un reino es todo lo que necesitas. También podrás hacer que la gente prospere y sea feliz.
– Aún así, –lo interrumpió el tejedor– debo consultarla. Somos una sociedad. Su opinión importa bastante, casi todo.
Y se fue para la casa. Allí su mujer, al enterarse de la propuesta del genio del árbol a su marido y del consejo de su amigo, sin meditarlo mucho y en tono imperativo, le comentó:
–Ni se te ocurra pedir un reino. Los reyes tienen muchas intrigas que resolver, guerras que librar... ¡No es buena idea. Eso de que me coronen a mí no me suena. Tengo una mejor propuesta: Ahora tejes una sola tela, en un solo telar, porque tienes dos brazos y una sola cabeza… pero si le pides a ese genio un par de brazos más y otra cabeza más, producirías el doble de telas y ganaríamos el doble de plata. Seríamos doblemente ricos.
El tejedor que amaba ciegamente a su mujer y le hacía caso en todo, no sólo estuvo de acuerdo con ella, sino que también se deshizo en alabanzas:
–¡Vaya, –la ensalzó– ¡en verdad eres una mujer lista y brillante. Ya he tomado pues mi decisión. Pediré eso.
El tejedor entonces regresó rápidamente hasta el árbol del bosque y ordenó al espíritu:
–¡Quiero dos brazos más y otra cabeza más y dos telares nuevos para poder trabajar y producir el doble!
Se extrañó el genio de tal petición y trató de disuadirlo, pero el tejedor se obstinó en repetirle la voluntad de su mujer. Entonces aquél, con enrevesados gestos mágicos y esparciéndole un explosivo polvo gris del más allá, equipó al tejedor de dos brazos nuevos y una cabeza adicional que miraba hacia atrás; la original hacia adelante. Y así, en esa facha monstruosa, emprendió el regreso hacia su casa con los dos telares a bordo.
Desgraciadamente, hacia la mitad del camino, se cruzó con un grupo de hombres del pueblo quienes, al verlo, se horrorizaron creyendo que era un monstruo, una especie de reencarnación del mismísimo demonio. Y, –en un acto de supuesta defensa propia contra esa amenaza , la emprendieron furiosos contra él, con palos y piedras, hasta matarlo.
Contaron los observadores comunicativos que la viuda lamentó mucho la tragedia guardando el luto de rigor, sin rencores y sin remordimientos por haber empujado a su hombre a tomar una decisión tan bestial. Le tocó seguir trabajando normal, con dos irrompibles telares y un ayudante muy obediente, el cual fue luego su compañero sentimental.
Siguió sobreviviendo, menos mal que con doble producción de telas y con un marido normalito, que tenía lo justo, dos brazos y una sola cabeza.(Para unos críticos, esposo ideal, puesto que ella pensaba por él, tomaba las decisiones y él las cumplía).
Hacia la media mañana, estábamos en la cocina, compartiendo charla y oficios, papá, mamá, mi hermana y yo, un día ya lejano cuando yo era sólo un chico “volantón”, el sumiso “cubo” de la familia.
Estaba justamente adelantando una tarea doméstica, al lado de mi hermana, igualmente encargada de otro menester culinario, cuando mamá dio en el tema de la vecina jodona que andaba “montando gorro”, mostrando cara de pocos amigos como buscando bronca. Papá en esas, al abrir la alacena, notó que había una piña muy madura que gritaba: “¡Pélame, pélame!”, Y él, ni corto ni perezoso, –jamás lo era–, ipso facto tomó un cuchillo, con una decisión que nos aterró a todos, exclamando luego, con voz de trueno: “¡La voy a pelar!”
Mi hermana saltó horrorizada, suplicando:
“¡Por favor, papá, no lo haga!” Y él, con un repetido y siniestro jejejé, blandió el cuchillo, vociferando:
“¡La decisión está tomada!”
Pero, al extraer la piña de la despensa y ponerla sobre la mesa para la respectiva operación, mi hermana respiró aliviada. Solté la risa, haciéndole muecas; entonces ella, piedra conmigo, porque me la ponía de ruana, me regañó: “Si ya acabó –me dijo– qué hace ahí aplastado? ¡Busque oficio!”
Fue cuando intervino mamá imperativa: “¡Más bien póngase las quimbas y vaya a hacerme un mandado! Me hice el desentendido, pero ella volvió a la carga: “A ver, páreme bolas, chinito muérgano, ¡vaya donde Martiniano Vaca, por la leche y las hojas de los tamales!”.
Era el señor ganadero, que vivía un tantico lejos, en la cabecera del pueblo, cruzando un arroyo, poético en verano, pero dramático en invierno, tanto que a uno, cuando estaba en esa facha, le daba culillo desafiarlo.
Mamá era una dura para hacer tamales casi todos los domingos en la mañana y mute rico al mediodía para todos los nueve comilones de la familia. El calentado quedaba para la noche o para el desayuno del día siguiente. Mujeres como ella, y demás berracas santandereanas, tenían que cocinar con leña o con carbón, lavar a mano canastadas de ropa, planchar con almidonado previo y con unas planchas con vientre de carbón al rojo vivo, asear tremenda casa con traperos improvisados y escobas de paja.
Sólo se dedicaban a cuidar y administrar los caserones, a preparar comida, a lavar y planchar, a velar por muchos hijos, y a complacer y aguantar a los maridos, generalmente cascarrabias y maltratadores. Arrecha era la vida para todas ellas y varias de sus generaciones. Por eso todos los observadores justos estuvieron de acuerdo en incluirlas con méritos suficientes en el santoral, en el nicho de las santas mujeres.
Me puse entonces las cotizas, –las quimbas en su versión rudimentaria–, y salí a la puerta corto y perezoso. Allí estaba mi hermano, al que yo seguía en el orden descendente, el cual me miró de arriba abajo, con la prepotencia de su mayor rango, y me dijo, en tono sarcástico:
“¿Enano, por qué tan escalsurriao? Ya oyó la orden de mamá, no se haga el pingo, apúrele, vamos por las hojas, que nos coge la noche!
Ambos nos fuimos entonces, apretando el paso, camino arriba.
“Hay que estar pilas con el río –comentó mi hermano– porque se crece cuando llueve como el otro día... –recordé entonces a mi compañero de escuela fallecido ahí–, ¡Ánima bendita! lo arrastró la corriente!”
Más adelante encontramos, al lado del sendero, guayabas apetitosas y quisimos echarle muela clandestinamente, esquivando la cerca: “¡Están pichas!” dictaminó mi hermano al tocarlas, en el preciso momento que notamos, cerca, amenazantes, unos perros rabiosos. De alguna manera, como atletas olímpicos, saltamos la cerca hacia el camino, evitando así mordida segura y haber quedado ante el dueño de la finca, como unos chocatos.
Ya por la noche, asomado al balcón, celebré el amor del firmamento y el hecho de pertenecer aquí abajo a una modesta pero importante familia, donde el humor hacía presencia, la cooperación era convidada diaria, donde teníamos con que llenar el buche y, además, no nos faltaban los quehaceres, la fe, la fraternidad y los chiros necesarios para cubrirnos.
Esa consagración al hogar por parte de mamá, el donaire del doble sentido de papá, la buena junta con los hermanos, entre otras cosas, –así no haya sido todo perfecto–, serán motivos de inspiración y eterna gratitud.
Mi padre, en torno al "mantelito blanco de la humilde mesa, donde compartimos el pan familiar", nos repetía, sin cansancio, su menú de chistes con la misma gracia original; y nosotros también nos reíamos con las mismas ganas como si los estrenara.
Por ejemplo ese chiste del muchacho lento para pensar y hablar que vivía en una de las veredas del pueblo, un muchacho de buen ver, muy trabajador, de sanas costumbres, pero demasiado pausado para dar respuestas. Y cuando al fin las daba, uno se preocupaba por su presente y por su futuro. Precisamente sus padres, que le querían mucho como a hijo b... bueno, lo enviaron a Bogotá a estudiar en un gran colegio, del cual volvió al poco tiempo dizque a vacaciones adelantadas.
Una de las noches siguientes, precisamente de luna llena, sus padres se alegraron al sorprenderlo atisbando las alturas, con aire místico y con la boca abierta al negro infinito. Sospechando que estaba en una especie de trance cósmico, comulgando con los misterios del universo, le preguntaron, con profana reverencia, qué había descubierto arriba en el firmamento. Tras un minuto de suspenso, el muchacho les respondió, solemnemente: “¡Papá, mamá, he descubierto que la luna de Girón, se parece a la de Bogotá!”
Pero aún así, con esas respuestas tan auténticas suyas, no sólo sus padres lo siguieron queriendo y cuidando, sino que también una vecina, de negados encantos, candidata a ponerle vestido a los santos, le encontró su lado encantador, su perfil de romeo, pero también su lado práctico, es decir, vio que le servía para que la mantuviera y le diera el apellido a sus hijos. Al fin y al cabo, a pesar de su mentalidad exclusiva, tenía herencia y madera de buen hombre, que superaban lo poco de tonto que tenía.
Así que, ni corta ni perezosa, se dio sus buenas mañas para conquistarlo y llevarlo de novio hasta el sacrificio del altar.
Y, una vez allí, protagonistas de la ceremonia nupcial, el hombre permanecía como ausente, y cuando sobrevino el instante trascendental del “¿Acepta esta mujer por esposa?”, no se acordaba de dónde era vecino y que andaba haciendo ahí. La novia, angustiada, tuvo que apelar a una maniobra desesperada. Le aplicó en el acto un codazo por las costillas, invitándolo enérgicamente a que respondiera “sí” al celebrante.
Fue cuando dio una respuesta que se hizo viral en todas las veredas y trascendió los tiempos: “¡Sí, sí, Padre, cómo no! –exclamó despertando– siga diciendo que a mí me gustan todas esas ‘vainas’!”
Luego vendría la fiesta, los regalos y la luna de miel. Pero antes de esto último, el sacristán le trajo una citación del cura párroco, para aplicarle una corrección fraterna. El cura sentía aversión hacia la palabra “vaina”, porque contrariaba el uso semántico justo de los términos, que “para eso existía un abundante léxico, que cada cosa o evento tenía su nombre propio.
El joven reconoció que no debería emplear la palabra “vaina” para referirse a cosas tan serias como las promesas matrimoniales, ni para hacer alusión a tantos quehaceres de la vida igualmente valiosos e importantes. Cuando ya terminaron la conversación y el padre estaba satisfecho con las promesas del recién casado, fue cuando éste remató con otra frase que se hizo comentario famoso por todo el pueblo y sus confines:
“Le prometo padre –dijo– que no usaré más esa palabra... jamás.... ¡ni de vainas!”.
Pepe, un ciudadano de sano perfil, se dejó convencer de que el socialismo humano era el remedio bendito contra la injusticia y las desigualdades, conjuro contra la corrupción y los vicios que afligen a la democracia: “Con socialismo –le dijeron los manejadores astutos de la palabra– vamos a tener una sociedad feliz donde todos compartiremos todo, a nadie faltará nada, el poder será nuestro, las riquezas serán mías y tuyas. Nadie estará arriba, nadie estará abajo”. Y entonces Pepe, entusiasmado, se hizo socialista.
Resulta que, días después de su fanática conversión, uno de los camaradas del partido se presentó risueño en la puerta de su casa, lo saludó sospechosamente cariñoso, y le dijo:
–Compañero, Pepe, ¡qué bien que tú y yo seamos socialistas! Este pueblo y la nación en general, a la luz de la fe socialista, serán el paraíso, por cuanto aplicaremos sus principios, uno de los cuales, muy bonito, establece el imperativo de compartir con alegría lo que se posee con quien no tiene esa dicha, Y como tú tienes dos burros –continuó diciendo mientras miraba ansioso hacia el solar– y yo no tengo ninguno, tú deberías compartir conmigo uno de ellos.
Pepe vaciló unos instantes, porque no estaba entrenado para desprenderse de sus bienes así de fácil. Harto les habían costado sus dos burros, socios claves de su empresa familiar; pero, para probar su lealtad a la ideología del partido, terminó accediendo:
–Si eso es así, –dijo– ¡llévate uno!
Y el vecino entonces sonrió satisfecho, porque el socialismo había funcionado, para él, a la perfección. De inmediato, enlazó feliz al mejor burro de los dos y se lo llevó corriendo para su casa, (tanto como el burro podía hacerlo, ¡obviamente!).
Al caer la tarde, la mujer de Pepe volvió a la casa y, como es de suponerse, se dio cuenta de la ausencia del animal y, de una, puso su grito en el cielo, llamando a descargos al primer sospechoso de la desaparición del borrico, al cual interpeló:
–Pepe, ¿Dónde está mi burro? Dejé esta mañana aquí dos burros... (O, ¿tres?) El tuyo está ahí, el de orejas más largas; el mío, a dónde se fue?
Pepe, mirándola miedoso y con la sensación de haber sido ingeniosamente engañado, le refirió en detalle cuanto había pasado con el vecino socialista, le contó que con esas zalamerías verbales de compartir los bienes, de ser iguales en tenencias y ambiciones, lo había convencido de regalarle a él, pobre copartidario, uno de sus burros, a fin de que el generoso sistema pudiera proclamar sus ideales de armonía social perfecta, eliminando la explotación, superando el desequilibrio y transformando la sociedad de menesterosa y esclava en un reino de abundancia y libertad.
–¡Eso es pura... –se contuvo y se corrigió– pura basura de palabras. Te ha tumbado!
Sin embargo, Pepe, todavía con algo de confianza en la buena fe del vecino, deseaba creer que él había obrado por solo impulso partidista, y no por vulgar instinto de un ladrón de burros. Entonces su mujer, como buena santandereana, captó por telepatía sus ondas cerebrales encontradas, es decir, se dio cuenta de que su marido inocentón aun conservaba esperanzas de las intenciones castas del vecino, y entonces le propuso:
–Si no me crees, pon entonces a prueba su supuesta fe socialista: Él tiene varias vacas allá en su establo, y nosotros no tenemos ninguna. ¡Ve, pues, devuélvele las lindas palabras de compartir con alegría y demás, y, enseguida, pídele que te dé una vaca también!
Y así lo hizo. Fue a su casa, lo saludo sospechosamente cariñoso y, acto seguido, comenzó su discurso:
–Compañero socialista, cómo tú sigues los sueños de igualdad, los imperativos de compartir y otras pautas del bien común, quiero proponerte que como tienes varias vacas y yo no tengo ninguna, compartas conmigo por lo menos una de ellas.
Fue entonces cuando el vecino soltó una leve risita y cínicamente le replicó:
–No, camarada Pepe. Mis vacas no las comparto con nadie. Es que no te había explicado completamente de qué manera se manejan íntimamente algunos principios dentro del sistema. Por ejemplo, ese principio del socialismo de compartir con quien no tiene, solamente funciona con los burros, no con las vacas.
Pepe se llevó entonces las dos manos a la cabeza como si de repente le doliera mucho. Luego se la rascó murmurando para sí, desconsolado:
–Mucho burro yo, y este tipo tan vaca! –A continuación, en tono conciliador, dirigiéndose hacia el vecino, le agregó, en un intento desesperado por reducir el problema– Entonces, amigo, por lo menos, devuélveme el burro. Lo quiere mi mujer.
–Eso tampoco se va a poder —le repuso el supuesto socialista, con acento militar— porque compartir y luego echarse para atrás, se configura como una traición al sistema. Y eso, ya son palabras mayores, ¡puede ameritar cárcel o castigos peores! –Y le dio con la puerta en las narices.
Pepe ahí, en ese instante, confirmó las palabras de su mujer. “Te han tumbado”. Sólo acertó a dar media vuelta atontado para volver afligido sobre sus pasos, admitiendo que había apostatado temporalmente de su amor civil, la bella democracia, por haber cedido a las tentaciones comunistas de redención social.
Cayó en la cuenta de que, a pesar de sus defectillos y de las traiciones de falsos partidarios suyos, la democracia seguía siendo la mejor opción de gobierno para los pueblos, y el mejor estilo de convivencia inteligente.
Hizo entonces su propósito de enmienda antes de volver a casa, a firmar la paz con la mujer por haber regalado su burro; prometió también reconciliarse con la democracia, por haberle sido burramente infiel:
–¡Prometo –dijo solemne– cuidar mis bienes y respetar los ajenos, elegir bien amigos y candidatos en la próxima jornada electoral, y jamás morder sus anzuelos verbales de promesas falsas.
Anclado en una extensa llanura, surcada por un río negro de caudales inconstantes, había una vez un pequeño imperio campestre, regido por un césar de los que tres que allí había, cuyos súbditos, de buen corazón, se la pasaban empeñados en hacer bien las cosas, –eso escribía un buen Observador–. Eran, pues, trabajadores cotizados, de grandes propuestas, graciosos y alegres, hacían bromas y también hacían caso al emperador. A veces no tanto. Cuando eso pasaba, el emperador se ponía de mal humor y se desquitaba de alguna manera, como una vez, cuando llegaron tarde algunos a sus labores habituales. Ordenó al jefe de la guardia, que cerrara la puerta con cerrojo para que se quedaran afuera los morosos, plantados y castigados, y no volvieran a repetir esa conducta irresponsable. En otra ocasión, convencido de que no cumplían sus labores completas, perjudicando al imperio, les impuso un horario cronométrico, con un descanso reducido que bien se podía ocupar, si él lo consideraba urgente, en asambleas para organizar mejor los asuntos de Estado. Pero, en verdad, este emperador no mandaba mal. Tampoco caía mal; al contrario, todos lo tenían en gran estima. Y, algo muy bueno, tenía mentalidad y corazón de demócrata.
Prueba de esto último, fue que, buenamente, por instancias de los afectados, rectificó ese horario cronométrico del que les hablé arriba, agregando unos minutos más al descanso.
Con seguridad, escogerá tiempos diferentes para las conversaciones de gobierno, a fin de que los súbditos no se estresen, puedan distraerse, tomen aire y refrigerio y puedan continuar implementando los exigentes planes de mejoramiento imperial.
Por el lado de los súbditos, hay que destacar a los tribunos, muy hábiles para intervenir y hacerse sentir; otros enriquecen el ambiente con ideas y proyectos, que, a veces, ponen en marcha al margen del conocimiento de los demás y sin el ideario colectivo. Como sucedió una vez con un proyecto sano para poner a leer a todo el mundo, el cual exigió un alto presupuesto para conseguir libros nuevos y legítimos, cuando bien se hubieran podido adoptar mecanismos más sencillos y menos gravosos para los bolsillos, mecanismos suficientemente buenos para alcanzar el cometido.
Otros súbditos intelectuales quieren optimizar los cerebros menos aventajados en conocimiento, contratando ayudas extranjeras caras para entrenar esas mentes. Varios se oponen.
Hay otros, virtuosos, que aspiran a que el pequeño imperio funcione ordenadamente y entonces ayudan, como hormigas, a organizar las complejas agendas de trabajo. También hay otros súbditos que no hacen más que observar como yo, analizar, criticar y medio usar las plumas de ganso para escribir.
Nos asustó su tamaño y la facha
de pocos amigos.
Era una enorme “bola de pelos”;
madre hacía rato,
de ascendencia extranjera,
de caricias pocas,
mirada intimidante.
Aún así, nos cayó en gracia y, por lo mismo y tanto, la hicimos
parte de la familia.
“No pueden tenerla más” –Nos contaron–, porque la dueña de la gata va a tener un hijo y las señoras de experiencia, incluso el médico, advierten que Mía Bella (así se llamaba la minina, que realmente era bella), esparce pelos por todo el mundo, –dictaminaron– y eso le puede provocar una enfermedad delicada llamada toxoplasmosis”.
No muy exacto por cuanto el parásito que la propicia no se halla propiamente en sus pelos. De todas maneras, la futura madre, con el pesar de varias mujeres importantes de su casa, decidió buscarle a Mía Bella un digno hogar sustituto donde la adoptaran y la mimaran como a una reina, título nobiliario que no figuraba en ningún documento, pero que ella se lo había ganado por su porte, por su caminar leonino y esa mirada dominante de soberana.
Ganamos por suerte ese concurso, el de ser la mejor opción del hogar sustituto para Mia, y entonces, con la señora de la casa, nos fuimos a recogerla prontamente al apartamento donde había pasado la primera parte de sus mejores años: su infancia, su desarrollo y el proceso de su maternidad, cuyo fruto fue un cachorrito encantador, el cual obtendría poco después la nacionalidad gringa. No lo conocimos. Pero, según las noticias de la época, era fino y divino; y creo que pagaron mucho por él. Ojalá esté todavía vivo y no sepa la muerte de la mamá.
Cuando llegamos al apartamento nos tenían listo el trasteo de Mia Bella, su casa de madera, un bolso con ventana transparente, así como el resto de sus enseres personales. El tamaño de la gata nos alarmó, así como su pinta de enojo perpetuo. Era una colosal “bola de pelos”, de caricias pocas y de enorme mirada intimidante. Aún así, iniciamos el proceso de intercambio de propiedad o de paternidad, empacando en el bolso a la recién adoptada, subiéndola al vehículo con su trasteo para llevarla a su nueva residencia. Agradecimos el regalo a la primera dueña de Mia, que se quedó apesarada; mientras nosotros nos marchábamos emocionados, como si nos hubiéramos ganado un trofeo.
Ya en casa, le organizamos su “apartamento”, con su alcoba-comedor (ver foto, ahí está en la puerta), servicios y juguetes. Y nos turnábamos para atenderla lo mejor posible, para alzarla, jugar, consentirla, –para no hablar largo– para amarla como a un lindo juguete viviente. Desde esa fecha del 2013 hasta el 28 de este octubre, (día de su triste adiós definitivo, tras soportar los últimos meses un cáncer de huesos demoledor), contamos ocho bonitos años, durante los cuales ella nos compartió sus gustos, sus caprichos, sus costumbres, su gestos particulares de afecto gatuno y de interés por nuestras labores habituales.
Le gustaba meterse en las cajas de cartón, tal vez, porque sus instintos atávicos le recordaban las cuevas de sus ancestros. Hacía respetar su territorio emitiendo un gruñido característico de rechazo a los visitantes que no eran de su agrado, quienes, primero, saltaban asustados, pero, después se sorprendían fascinados por su belleza y pagaban por verla de cerca y sobarle la cabeza. (No se podía, era temerario, las uñas afiladas y veloces de Mia olían a peligro). Le apetecía el sol del andén para broncearse, el amor de las macetas para las siestas, subirse al sofá de la sala a retorcerse, los tapetes cálidos, las cobijas elegantes, para desparramarse ahí, despidiendo un montón de pelos rubios. Ese vicio suyo alentaba el alboroto y los regaños de la señora de la casa, frente a los cuales Mia Bella se quedaba en suspenso como si entendiera y, en seguida, escapaba a lugares más seguros. Por el contrario, mi hijo mayor que mantuvo hacia ella un afecto admirable, la invitaba condescendiente a su alcoba y le permitía subirse a la cama a dormir allí o a mirar por la ventana hacia la calle como una abuelita chismosa a ver que noticias bajaban o subían.
“No pueden tenerla más” –Nos contaron–, porque la dueña de la gata va a tener un hijo y las señoras de experiencia, incluso el médico, advierten que Mía Bella (así se llamaba la minina, que realmente era bella), esparce pelos por todo el mundo, –dictaminaron– y eso le puede provocar una enfermedad delicada llamada toxoplasmosis”.
No muy exacto por cuanto el parásito que la propicia no se halla propiamente en sus pelos. De todas maneras, la futura madre, con el pesar de varias mujeres importantes de su casa, decidió buscarle a Mía Bella un digno hogar sustituto donde la adoptaran y la mimaran como a una reina, título nobiliario que no figuraba en ningún documento, pero que ella se lo había ganado por su porte, por su caminar leonino y esa mirada dominante de soberana.
Ganamos por suerte ese concurso, el de ser la mejor opción del hogar sustituto para Mia, y entonces, con la señora de la casa, nos fuimos a recogerla prontamente al apartamento donde había pasado la primera parte de sus mejores años: su infancia, su desarrollo y el proceso de su maternidad, cuyo fruto fue un cachorrito encantador, el cual obtendría poco después la nacionalidad gringa. No lo conocimos. Pero, según las noticias de la época, era fino y divino; y creo que pagaron mucho por él. Ojalá esté todavía vivo y no sepa la muerte de la mamá.
Cuando llegamos al apartamento nos tenían listo el trasteo de Mia Bella, su casa de madera, un bolso con ventana transparente, así como el resto de sus enseres personales. El tamaño de la gata nos alarmó, así como su pinta de enojo perpetuo. Era una colosal “bola de pelos”, de caricias pocas y de enorme mirada intimidante. Aún así, iniciamos el proceso de intercambio de propiedad o de paternidad, empacando en el bolso a la recién adoptada, subiéndola al vehículo con su trasteo para llevarla a su nueva residencia. Agradecimos el regalo a la primera dueña de Mia, que se quedó apesarada; mientras nosotros nos marchábamos emocionados, como si nos hubiéramos ganado un trofeo.
Ya en casa, le organizamos su “apartamento”, con su alcoba-comedor (ver foto, ahí está en la puerta), servicios y juguetes. Y nos turnábamos para atenderla lo mejor posible, para alzarla, jugar, consentirla, –para no hablar largo– para amarla como a un lindo juguete viviente. Desde esa fecha del 2013 hasta el 28 de este octubre, (día de su triste adiós definitivo, tras soportar los últimos meses un cáncer de huesos demoledor), contamos ocho bonitos años, durante los cuales ella nos compartió sus gustos, sus caprichos, sus costumbres, su gestos particulares de afecto gatuno y de interés por nuestras labores habituales.
Le gustaba meterse en las cajas de cartón, tal vez, porque sus instintos atávicos le recordaban las cuevas de sus ancestros. Hacía respetar su territorio emitiendo un gruñido característico de rechazo a los visitantes que no eran de su agrado, quienes, primero, saltaban asustados, pero, después se sorprendían fascinados por su belleza y pagaban por verla de cerca y sobarle la cabeza. (No se podía, era temerario, las uñas afiladas y veloces de Mia olían a peligro). Le apetecía el sol del andén para broncearse, el amor de las macetas para las siestas, subirse al sofá de la sala a retorcerse, los tapetes cálidos, las cobijas elegantes, para desparramarse ahí, despidiendo un montón de pelos rubios. Ese vicio suyo alentaba el alboroto y los regaños de la señora de la casa, frente a los cuales Mia Bella se quedaba en suspenso como si entendiera y, en seguida, escapaba a lugares más seguros. Por el contrario, mi hijo mayor que mantuvo hacia ella un afecto admirable, la invitaba condescendiente a su alcoba y le permitía subirse a la cama a dormir allí o a mirar por la ventana hacia la calle como una abuelita chismosa a ver que noticias bajaban o subían.
Muchas más cosas podría contarles de la biografía de Mia, pero no hay aquí mucho espacio para hacerlo... Queda tarea para más adelante. Al terminar las dolientes labores de sepulturero, en la finca de mi hermano, dediqué unos segundos solemnes a contemplar su tumba. Creí escuchar la dulce armonía de campanas celestiales, pero, en realidad, eran unos carillones melodiosos colgados del techo de la casa vecina que tintineaban al ritmo de las brisas vespertinas. Pero los tomé como un homenaje póstumo a la noble difunta. Recordé entonces cómo durante su agonía, le acariciaba la frente con la mano izquierda y el lomo con la derecha, repitiéndole una y otra vez: ¡Gracias, Mia Bella, por haber compartido tu amistad, tu presencia, tus encantos, tu vida con nosotros! Luego, mirando hacia el cielo, añadía:
¡Gracias, Dios de la vida y de los bienes, por haberla creado para nosotros! Vuelto nuevamente hacia ella, conmovido hasta las lágrimas, le susurré: “¡Adiós, Mia Bella!” Ya sus pupilas lucían inmensamente negras.
Con aire capitalista detalló su compra: un enorme reloj con el cual pensaba cronometrar el mejor registro del campo al pueblo y ufanarse de esa joya delante de la gente.
Horas de camino después, en la plaza del pueblo, lo asaltó una sorpresa:
Había “volado” desde la montaña remota al parque en un solo minuto, según lo atestiguaba el reloj. Algo misterioso pasaba
entonces con el tiempo o... con el reloj.
El tío Benito fue famoso, (al menos en nuestro mundo familiar), por ser un sufrido varón, fiel a la jornada dura del campo, a los ajetreos hogareños, y por profesar una fe de carbonero en las personas, al borde de la bobada, tal como se lo criticaban con burla, cada rato, sus otros hermanos, como por ejemplo, Valentín, –hombre reseñado por las observadoras comunicativas, como muy “ofensivo”–, con quien precisamente sostenía frecuentes discordias verbales rayanas en boxeo público a campo abierto.
Una vez precisamente ese fresco lo ultrajó con sus malcriados comentarios sobre una de sus actuaciones, mientras paladeaba uno de sus habituales tintos, hasta el punto de hacerlo vociferar groserías comunes del medio, mal hábito del cual se cuidaba bastante. Aprovechó entonces el tal Valentín para reírsele feo en la cara y amonestarlo, en tono sacerdotal:
“¡No debes ser tan groserito, don Benito, eso es muy malo para la fe, la salud y para los oídos del prójimo!”
Como réplica, el tío Benito, rojo de ira, explotó contra el suelo la taza del tinto, desafiándolo inmediatamente, a un combate cuerpo a cuerpo.
“¡Cuando quiera!” —acordó ficticiamente el guasón, porque sus secretas intenciones no eran enfrentarlo, sino más bien, evadirse con disimulo de la escena.
“¡No perdamos tiempo, Valentín! Vamos a pelear” Porfió Benito, pero, el hermano, que no era belicoso, sino hecho para las bromas pesadas, acabó por batirse en retirada, dejándolo ahí amargado y chillando solo.
Pero tal vez la anécdota que se inscribió en los anales de la familia con rasgos indelebles fue aquélla que nos narraba jocosamente nuestro padre, con su singular estilo picaresco.
Según él, un amigo (de los que lo quieren a uno, no para el bien, sino para tumbarlo, es decir, para engañarlo), le ofreció a lo paisa, con tintes de ganga, un reloj de amplia esfera, con manecillas amarillentas, de cuerpo igualmente dorado: “¡Bañado en oro! –le aseguró el ostentoso vendedor- importado de la USA, futurista, sólo para los ricos e inteligentes que puedan darse el lujo de comprarlo!”
No tuvo que esforzarse tanto el farsante para que el tío Benito, –que ni le preguntó qué era eso de la USA–, acabara por soltarle unos buenos billetes a cambio de semejante “joya”.
Y entonces, ni corto ni perezoso, se lo estrenó feliz a la mañana siguiente. Lo fijo a las seis de la mañana, según el reloj campanero de la finca, lo ajustó a la muñeca, lo detalló soberbio, y emprendió rápidamente el camino hacia el pueblo. Quería establecer un nuevo record de tiempo entre la casona del Edén y la plaza de mercado donde pensaba entonces también agitar el pulso a diestra y siniestra para que a la luz del sol se encandilaran sus compatriotas con los destellos de su presea dorada.
Una vez en la plaza concurrida, con aire capitalista, detalló su última y costosa adquisición, a fin de ufanarse de haber logrado el mejor registro del campo al pueblo ese día de mercado. Eso, por una parte. Y, por otra, para exhibirlo vanidoso a los espectadores. Sin embargo, apenas giró la muñeca y miró el reloj, se quedó petrificado. Estaba frente a un misterio inaceptable: Había literalmente “volado” desde la fría montaña remota al parque en sólo sesenta segundos: Eran pues -según su preciado cronómetro- las seis y un minuto.
Algo muy malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj. “Yo creo que con el reloj más bien. –pensó para sus adentros–. Comprobó al instante, indignado, que las manecillas del reloj estaban, igual que él, paralizadas, no por la emoción que lo embargaba, sino porque su mecanismo chino no era compatible con la dinámica imparable del tiempo. Fue entonces cuando, desconsolado y maldiciendo la malicia humana que se aprovecha de los ingenuos, definió con realismo lo que el capitalismo le había hecho comprar:
“Lo que realmente pasa -se dijo dolorido en su conciencia- es que ¡este reloj es un paquete! (Para decir: Puro tamaño pero nada que trabaja).
Luego fue a refugiarse a la sombra de una banca solitaria del parque a rumiar su pena y a esperar que se le iluminara el seso sobre qué hacer con “el paquete”, o sea con esa cosa costosa que le dijeron que marcaba exactamente la hora pero que en realidad ni siquiera fue capaz de andar más de un minuto.
Mientras él piensa ahí sentado un momento, les cuento que nuestro padre solía repetir mucho sus historias y las mezclaba unas con otras -o mi mente tal vez lo hace-pero lo cierto es que, al parecer, el tío Benito, después de serenarse y de pensar un rato ahí en el escaño, como no podía sujetar del cuello al estafador para estrangularlo, acudió más bien pacíficamente al relojero del pueblo para que le revisara el reloj y se lo pusiera a andar de nuevo, si era posible. (Eso fue lo que decidió ahí en la banca).
Cuenta mi padre que cuando entró Benito al taller del tiempo, aquel artista de arreglos, tomó el reloj con elegancia y lo destapó magistralmente. Tras un minucioso examen ocular mediante una lupa gruesa, se lo llevó a los labios para aplicarle el remedio: un severo soplo.
De una, como en los viejos tiempos del Génesis, cuando el barro cobró vida con el soplo divino, el rutilante reloj reanudó sus tareas naturales de marcar el tiempo. Quedó Benito otra vez buenamente pasmado con el suceso y de nuevo con el alma en el cuerpo le preguntó al relojero cuánto le debía. Imaginaba que de pronto el buen hombre sonreiría amable y generoso y le diría: “¡Nada! Y él contestaría suspirando de satisfacción: “¡Muchas Gracias!” Pero no fue así. El relojero, mientras reorganizaba los utensilios de su mesa de operaciones, le respondió como un profesional: “¡Son cien pesos!” (Plata para la época). Perplejo entonces el tío Benito le reclamó:
“¿Tanto por un simple soplo?
“Te cobro no tanto por el soplo, -Le aclaró el soplador-, cualquiera puede soplar. Te cobro porque yo sabía que debía soplar, y dónde soplar, cómo y en qué dirección soplar. Yo estudié bien ese arte de soplar como relojero, mi soplo, contenía el dinamismo que resucitó al reloj. ¿Por qué entonces no cobrar?
Una vez más le pareció al tío Benito estar frente a un noble hablador, que, así no más, con un simple soplo, le había reparado el reloj. Le dió entonces los cien pesos, se reajustó de nuevo el gran reloj en la muñeca y, tras darle las gracias al predicador, se fue rumbo a la plaza de mercado. Pero allí ya no tuvo la alegría y las ganas de exhibir su monumental presea dorada a sus conciudadanos. (Dudaba ya de su amor por ella). Ojeó una vez más las manecillas y supo que estaba andando. Y así se la pasó ese día atisbando ansioso a cada paso la cara del reloj no fuera a pedir otro soplo. No supimos si algún día después se encontró de nuevo con su amigo vendedor. Y si al reloj le siguieron gustando los soplos para seguir viviendo.
Aprendimos, como seguramente lo hizo el tío, que abundarán sobre la tierra presas fáciles para las redes de los arácnidos humanos, bromistas que la pasan sabroso a costa nuestra; sin embargo, para consuelo común, siempre habrá la forma de no morir en sus redes y de aprender de todas esas experiencias flojas.
En eso ayudan los psicólogos de esta época estresante; (Y ganan billete) se la pasan “soplando”, impartiendo alientos de vida a quienes buscan bienes para sus males y escape a las trampas de sus prójimos.