Jaimito, por ser tan mimado –según un clínico observador vecino–, desarrolló en su corazón un virus muy maligno de niño caprichoso, que lo impulsaba a exigir, a pedir y jamás a dar nada a cambio.

 


Lógicamente, la temporada perfecta de Jaimito para pedir era la Navidad. Desde Septiembre, pues, redactaba la carta de solicitudes para que Papá Noel le alistara su millón de regalos.

 


Sus papás, el año pasado, trataron de convencerlo de que en el trineo de ese señor, aunque mágico, no cabían tantos regalos para él solo, porque también debía transportar muchos para el resto de niños de los demás rincones del mundo. Fue cuando el virus se le disparó peligrosamente, arrojándolo al piso en medio de convulsiones y tragedia. Sus papás se asustaron lógicamente, pero, para transarlo, le prometieron que hablarían seriamente con el generoso Papá Noel para que entonces, a fin de cumplirle sus antojos, hiciera muchos viajes en su trineo, tantos como fuera necesario.

 


 Sin embargo, en voz baja, resolvieron poner en marcha el plan B, con el fin de que el ego individualista de Jaimito dejara de ser viral. Dice la leyenda urbana que llamaron entonces al abuelo Noel, no se sabe si por celular o con señales de humo, para pedirle el favor de que, por sólo ese año, le trajera a Jaimito todo lo que había pedido, que después arreglarían de alguna manera, con tarjeta o con un subsidio total del gobierno. Y así fue, en efecto. Papá Noel convino. La idea era, primero, que el niño se hartara de tanta abridera de regalos y se sintiera aislado de su familia, que estaría feliz festejando la nochebuena. En segundo lugar, se tenía previsto que, tras esa experiencia de desolación, se avivara en su interior la ansiedad de reintegrarse al grupo y participar en su celebración.

 


Llegada la nochebuena, los abuelos, los tíos y los primos, no gastaron mucho tiempo destapando regalos, sino que prefirieron disfrutar la gran cena, bailar y cantar, y aplaudir felices todos juntos ante el pesebre. Menos, por supuesto, Jaimito, que no tuvo ni tiempo para saludar y comer y divertirse, porque se pasó todo el tiempo sentado al pie del árbol, abriendo y contemplando sus regalos.

 


Y sucedió tal como lo habían previsto: Al principio fue para él entretenido, pero con el paso de los minutos se volvió monótono destapar los regalos y explorar los juguetes. Finalmente, con las asentaderas dormidas, Jaimito se encontró deprimido y extenuado. Tenía más juguetes que nunca, pero había sufrido la peor experiencia de soledad y exclusión de su vida. Fue entonces, cuando, al oír la música, las risas, la fiesta de la familia que iba toda la noche, comprendió que se estaba perdiendo lo más bonito y espiritual de la Navidad. Levantándose, como un hijo pródigo, decidió dejar de lado su montaña de juguetes, y correr entusiasmado a reunirse con el papá, la mamá y el resto de la familia.

 

 

Aseguran los observadores que la "conversión" del chico egoísta en desinteresado o de materialista en espiritual, había sido una verdadera gracia de Dios, a través de sus padres y del Papá Noel.

 

En compensación, él también se benefició junto con muchos niños, porque en seguida recogió toda esa cantidad de juguetes para irse volando a repartirlos por el resto del mundo.

 

 

 


Al fresco de la aurora, dos hombres,  grandes amigos, que compartían gustos y aficiones, a pesar de ser diferentes en años, se terciaron sus escopetas y se encaminaron hacia el bosque:

 

–¿Cuáles son hoy nuestras metas, ¿Qué cazaremos, amigo? –Preguntó entonces el más joven al veterano.

 

–De mosca para arriba es cacería. –Estableció tajante el segundo, como haciendo alarde de su sapiencia adulta.

 

–Entonces, ¡Quédate como momia, viejo! –ordenó seriamente el primero–. Te queda fácil. Sobre tu nariz ya tengo mi objetivo. 

 

El veterano, espantándose el insecto, no pareció gustarle para nada la floja ocurrencia del joven, y más bien lo reconvino: –¡Nunca tomes al pie de la letra una frase, un decir, una historia. ¿Escuchaste al maestro de español cuando definía significante y significado? O cuando hablaba de las famosas figuras de pensamiento? A propósito, ¿se te movió algo en el cerebro y en las entrañas durante tu paso por la Escuela? ¿O pasaste por la escuela en vano, calentando no más el pupitre?

 

–Aplaza tu sermón académico para después –lo interrumpió el muchacho, que no le gustaba que le recordaran las amonestaciones escolares. –¡Ahora nos concentramos en la acción, no en la palabra! –El abuelo asintió con un breve gruñido de maestro incomprendido, guardando silencio rencoroso. 

 

Al término de la faena, se instalaron en un claro del bosque, en torno a unas piedras donde habían asado un joven conejo. –lo único que habían podido cazar–.  El viejo, argumentando que había disparado más, seleccionó la mejor presa, y la acomodó justamente al frente suyo, sobre un platillo esmaltado que para el efecto habían llevado. Y al jovenzuelo, creyéndolo indigno de lo mejor de la cacería, le separó las pequeñas restantes, en el lado opuesto del plato.

 

El mozo, dispuesto a revertir su suerte alimenticia, puso en marcha una rápida estratagema. Suspiró ruidosamente, mirando a su alrededor. Luego, atisbando el cielo como un santo, exclamó: –¡Qué maravilloso es este planeta que va rotando! –Y al tiempo giró el plato ciento ochenta grados–. Y cuando ya se aprestaba a mandarle la mano a la presa grande, el veterano, –con la destreza de su madurez–, giró de nuevo el plato ciento ochenta grados, diciendo:

 

–¡Bien bello que es! ¡Y sigue girando! –Y su presa original quedó nuevamente delante suyo–. Echándole mano velozmente antes de que el plato girara de nuevo, le comentó a su amigo: 

 

–Puedes derivar una buena lección de esto: Mi experiencia de años y la tuya, que es principiante–, realmente no se oponen, se complementan. ¡Ahora gané, tú ganarás la próxima! 


Y lo saludó alegremente, diciéndole:

–¡Oh, buen hombre, que Dios te bendiga! –y añadió:– Te cuento que la cosecha será muy buena dentro de unos meses. Sólo debes resguardar celosamente las eras, fumigar, podar, regar...

El labriego, al punto, se enderezó lentamente, con una mueca de fatiga en la cara; y estuvo de acuerdo con su patrón, mediante un ligero movimiento de cabeza. El granjero, delicadamente vestido, elevó los ojos al cielo, como el fariseo del templo, lanzando una bocanada de humo fino. Y en tanto que examinaba su tabaco como un experto, le iba comentando al campesino cómo iban en crecimiento las ganancias de la finca.

 

–¡Mi respetado Patrón, –intervino por fin el campesino– usted perdonará mi atrevimiento, pero yo quiero...

 

–¡Ya sé, hombre lo que quieres, a fuerza de escucharte tantas veces. Quieres un salario mayor, unas herramientas modernas, menos horas en el surco... ¡Eso es lo que yo también quiero! Pero todo eso depende de las cosechas venideras, del precio del dólar, de los cambios predicados por el gobierno, del calentamiento global, hasta de la corrupción del país... Si por mí fuera –y agitó los brazos emocionado– ya te hubiera nombrado administrador, hasta gerente! Es cuestión de esperar, de saber entender... ¡Eso es una ciencia! ¿Entiendes?

 

–Sí, doctor, –murmuró entonces el labriego, mirando hacia el suelo. –Lo que debes hacer –concluyó el patrón– es trabajar con más pasión, con más optimismo. –y, dándole nutridas palmaditas en el hombre, entre sonrisas en medio del humo del tabaco, regresó por donde había venido.

Por su parte, el labriego, volvió a su rancho, ya en tinieblas, donde sus dos niños y su mujer le dieron la bienvenida en el umbral de la choza. Los unos revisaron sus manos a ver sí había traído algo. Y la señora, le examinó la cara bregando a encontrarle señales de dicha. Al no encontrarlas, se adelantó alegre y le preguntó: –¿Todo bien en la granja seguramente? –¡Mujer, –le habló suavemente– hay que tasar hasta el último centavo, por lo menos, hasta mucho después de las cosechas! La situación, como dijo el pintor pesimista, no pinta nada bien.

 

La mujer, a quien las sombras mezcladas con los rayos de la luna la perfilaron muy bella, no hizo preguntas, ni puso reparos. En lugar de eso, se acercó más a su hombre y cuando lo tuvo a tiro le estampó un beso.

 

Para qué negarlo, ese beso sabía realmente a tierra. De todas maneras, a ella le pareció un buen principio, le pareció un aperitivo. Los niños, por su parte, también efusivos, lo abrazaron fuertemente, solemnizando así la celebración de bienvenida a casa. 


Anoche mientras flotaba en las alas de los sueños,  sobrevoló agresivo mi cabecera un mosquito fenómeno, digo fenómeno porque traía desplegada entre sus alas una minúscula pancarta, tal vez con tecnología luciérnaga aumentada porque la pude leer en medio de la oscuridad:

 

“Por el libre desarrollo de mis sueños”, destacaba exactamente el increíble cartel. Afinando mis pupilas aprecié mejor al fabuloso manifestante,  un insecto atlético, bien nutrido, de sangre tipo E, (o sea, Excelente), que en el acto me habló en tono enérgico, como manifestante sindical:

 

“¡Yo quiero ser águila y no un insignificante mosquito!”

 

Y lo repitió infinidad de veces. Me quedé entonces en suspenso, sin habla ni aliento, porque jamás, ni siquiera en mis fantasías extremas, un insecto me había hablado antes así, de esa manera y en esas circunstancias. Aunque la verdad sea dicha, lo contrario sí había pasado antes con ellos, yo sí les había hablado duro y los había perseguido con manotazos, sobre todo a los que pican y molestan los sueños. Pero, como es propio de mi buena educación, y superando el factor sorpresa, o sea saliéndome del pasmo en que me encontraba, le seguí la cuerda al soñador manifestante y traté de hacerle caer en la cuenta de que andaba errado, volando bajo, en crisis existencial, alimentado sueños absurdos.

 

No le gustó mucho mi intervención pero tampoco le importó gran cosa mi manera de pensar. Volvió a repetir su consigna, con todo el volumen de su vocecita, añadiendo: “¡Quiero volar por encima de las nubes y no por sobre las cobijas, quiero hacer nido en las cumbres y no habitar en los aposentos de las casas!”.

 

Pasé entonces a instruirlo, como lo haría un super profesor, (Bueno, tampoco tanto, pero lo intenté), le expliqué que el águila proviene de una especie encopetada, equipada por la evolución de cuerpo y plumas convenientes para poder desarrollar su destino y así surcar orgullosa los altos cielos.

 

“¡Entiende, por favor, amigo zancudo, –quise convencerlo– no insistas, tú no estás dotado de virtudes físicas correctas, ni mentales tampoco,  para tan altos ministerios; tú en la práctica sólo sabes picar y hacer mini vuelos de habitación”. 

 

“Con esas palabras –gritó el mosquito enojado– estás atentando contra el libre desarrollo de mi personalidad. El espíritu de mi generación del siglo veintiuno me llama ‘A las cumbres’ Y allí es donde estaré. —Y mirándome despectivo concluyó: El que no ayuda, que tampoco estorbe” 

 

Dicho esto se alejó zumbando hacia otra parte de la alcoba, chance que aproveché para yo también seguir gestionando asuntos mejores. Fue cuando, tras un ensayo de meditación, concluí que el ser humano, sobre todo cuando recién estrena la razón,  debería plantearse la pregunta del billón, similar a la que enloqueció a ese mosquito:

 

“¿Para qué he nacido bueno?” “¿A qué puedo aspirar con mis capacidades? ¿Mis talentos cómo puedo aplicarlos?”. Dicho de modo académico: “¿Cuál es mi proyecto de vida?” O de otra manera, aún más profunda: “¿Cuál es mi vocación personal?” Sin esas incógnitas despejadas el destino de la persona podría contraer cáncer de sentido, de funcionalidad, y hasta acabar incluso en desgracia.

 

Sucedió que mi pensadera larga me distrajo hasta el grado indebido de ignorar al personaje soñador. Un pinchazo brutal suyo en mi cuello no sólo me regresó al cuento, sino que también me demostró con hechos que él había retornado a sus  ocupaciones habituales y vitales para él. Por instinto salvaje maldije su acción y quise para él la desaparición forzada. Lo salvó mi ángel bueno que me susurró al oído: “¡Reconócelo, este minúsculo condenado hizo lo propio, lo que sabe y debe hacer!” Recuerdo entonces haberle comentado, en tono moralizante:

 

Uno no debe aferrarse a delirios de grandeza ni a sueños mundanales imposibles, porque bloquean los ideales apropiados de la vocación individual”. 

 

“Con respecto a eso, precisamente, –me confesó reposadamente luego el insecto, haciendo la digestión, ya en sus cabales– debo decirte, tras unos vuelos exploratorios al mundo exterior, incluso hasta divisar las moradas inalcanzables de las águilas, que ya he hallado mi puesto en el mundo. He recobrado no sólo mi cordura, sino también mi identidad. Ahora quiero ser un perfecto zancudo”.

 

Quedé entonces como al principio, en modo estupor, delante del nuevo mosquito. Y le pedí afanado: “¡Pícame, pícame, porque debo estar soñando!”. Terminaba las sílabas 'ando' cuando al rascarme el cuello, desesperado, me desperté.

 

La alarma indicaba que era ya la hora del rezo matinal, de levantarme a preparar el tinto con queso y la arepa de maíz, de alistar mi empolvada mochila docente y de  irme a tiempo para el colegio campestre que tanto quiero.


Ese día de fieles difuntos, –te comparto el terrible relato de mi paciente– había ido Fidelio a rezar ante las tumbas del cementerio Las lomas. Y, a pedido del oferente, se persignó piadoso cientos de veces, coreó igual número de himnos mortuorios toda la tarde, hasta la hora obligada de retirarse del camposanto. De tal manera que de allí salió santo, pero cabizbajo y meditando para sus entrañas dolientes: 

–“¡Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos! Y, como si fuera poco, no pueden salir a dar un paso, menos mover un dedo, ¡ni decir pío! ¡Qué triste es estar uno muerto!”, concluyó”. 

 

Como un rayo de pronto le cayó un espíritu de conversión y creyó que era el momento providencial de transformar su vida, de activar sus músculos existenciales para el bien de cuanto vivo se le pusiera por delante, moviendo no solo un dedo, sino todo su cuerpo, su espíritu y su mente:  

 –“Si no actúo ahora –sentenció en voz alta–, estoy perdido” Y, siendo consecuente con su nueva doctrina existencial, se presentó en la casa en actitud conversa, listo a comenzar de una su nueva vida en familia:

–¿Qué tal, querida mamá?”, saludó jovial, al ver a su progenitora, y encima la besó.

–¿Qué hay, hermanita divina? –se interesó alegre por su hermana mayor, no menos sorprendida que la primera mujer, y de ribete la abrazó a lo brusco. 

     –Por lo visto, has rezado mucho, ¿no? –le comentó con burla ésta ultima, sin prestarle atención a tan raro gesto, más bien se escabulló rápido de sus brazos.

Luego, el chico extendió a todos los demás sus demostraciones teatrales de afecto, los cuales se quedaron igualmente asombrados con el nuevo Fidelio, pero sin devolverle nada tierno a cambio.

No obstante, así no hubieran sido los suyos tan efusivos con él, esa noche, nuestro protagonista imaginó, al contacto con las sábanas, que ya había hecho justos méritos para disfrutar el premio de una noche placentera, y se acostó con esa convicción somnífera y por eso se durmió rápidamente. Pero los sueños, que no creen en conversiones súbitas, le tenían reservado, bajo la dirección dramática del subconsciente, un corto metraje de terror, no tanto para asustarlo, creo yo, sino más bien para educarlo. 

Se vio a si mismo entonces, en mitad de un extenso cementerio, rodeado por muchos árboles, pero esta vez no ya como cristiano orante, sino como... ¡terrible! como lápida sepulcral en la cabecera de una de las sepulturas, multiplicadas en filas a lo largo y ancho del campo.

Pero, ¡Qué disparate! siendo como era, un bloque inerte, pretendía trabar amistad con las otras lápidas vecinas, con una joven de al lado, con una vieja de enfrente, con unas chicas del más allá, y, para cumplir el deseo intentaba sonreír o batir la mano en ademán de saludo. Pero, por supuesto, no podía, porque era mero bloque, sin manos, sin lengua, sin con qué decir un “hola”. Se desesperó entonces hasta la locura, pues era consciente de que estaba vivo, pero preso dentro de la losa, como si él fuera su alma y la piedra fuera su cuerpo. 

 Por simple lógica, las otras lápidas se mantuvieron “mudas y frías”, ajenas a las ganas imposibles de Fidelio de ser sociable con ellas. Desencantado, renegó de la amistad de sus vecinas y se ocupó de examinar el amplio cementerio, en procura de  identificar  por lo menos a un cristiano por ahí rezando, a ver si de pronto el humano se dignaba mirarlo o ponerle un dedo encima o compartir con él unas voces de reconocimiento. Pero su búsqueda también fue frustrante. Ahí, en ese lugar, en todo ese césped salpicado de sepulturas, sólo había una gran soledad, orquestada por el viento, cuyas ráfagas azotaban con furia las ramas de los árboles. Finalmente, a punto de estallar por la depresión y el tormento de hallarse tan solo, sollozó para sus adentros y quiso desaparecer para siempre. Fue justo en ese momento, cuando una corriente de aire refrescó la tumba que presidía y penetró su corazón de piedra y lo hizo desistir y, a la vez, reaccionar.

Aplicó una nueva táctica, la de balancearse y agitarse de un lado para otro, aprovechando que el suelo parecía flojo por tanta lluvia, a lo loco hasta conseguir desarraigarse del sitio donde estaba incrustado y pudiendo salir en efecto como volando por encima de las demás tumbas hasta alcanzar la calle: 

–Conseguiré gente tratable –se propuso–, y podré comentar los asuntos de este mundo, dejar, en fin, esta soledad de cementerio.

Con esa esperanza de hallar compañía siguió levitando hasta una avenida amplia, por donde surcaban en ese instante muchos vehículos veloces; sin embargo no vio personas por ninguna parte. En los carros que pasaban rápidos y furiosos no distinguió tampoco pasajeros ni conductores: 

–¿Por qué se habrán escondido todos? –Se preguntó confundido. A pesar de eso, siguió buscando calle arriba. De repente, se vio rodeado  por lápidas similares a las del cementerio, –como caídas de lo alto–, pasando por su derecha y su izquierda, pero sin darse por enteradas tampoco de su presencia.  A diferencia del primer cementerio, en este segundo reinaba un alboroto colectivo de voces y motores rugientes. Y, como ocurre en las pesadillas, este horror de lápidas vivientes producía escalofríos. Tantos que extrañó su cementerio, más pequeño, más callado, más acogedor.  Y resolvió, ya fatigado por el sol y los esfuerzos de la movida, (las lápidas parece que también se cansan), resolvió regresar a quedarse allí, en la tumba asignada para él, como en el principio del sueño, sin importarle que nadie lo determinara, pero en santa paz.  

Al intentar atravesar la calle, por no mirar a los lados, un bus, con aspecto de calavera, lo embistió brutalmente, levantándolo muchos metros.  Al caer, el pobre Fidelio que hasta ahí fue piedra, se desbarató en millones de partículas, produciendo un estruendo que se escuchó en toda la casa:

 –¡Ah!, ¡sueños malvados! –se quejó entonces, levantándose del piso, porque se había caído de la cama–, si no dejan de atormentarme, voy a tener que vivir de pie, sin dormir, dando vueltas y, –como los grandes–, pasármelas tomando tinto!

Allí en el diván de mi consultorio, tranquilo y reconstruido, le expliqué a Fidelio que tener sueños no es malo, porque ellos proyectan realidades paralelas, para que uno analice y comprenda aspectos importantes de la vida. 

Ofrecen además escenarios, incluso amenazantes, que entrenan al soñador para que afronte mejor las realidades desafiantes del  medio donde debe actuar. También le dije que su sueño representa un deseo inconsciente de ser reconocido por los demás, “Estás bregando –agregué– por superar una identidad con la cual no te identificas, buscando hacer el bien a las personas con las cualidades que tienes. Buscas cambios positivos en ti y en tus cercanos. Puede que seas testigo del entierro justo de hábitos que te paralizan, de actitudes negativas que no te dejan producir ni convivir. 

Hay un significado alternativo del sueño: Renegar de la propia vocación no trae buenos resultados, ese “abandono del puesto de trabajo” puede atraerle hasta una penalización. 

Esa tumba en el sueño, por ejemplo, se quedó sin su lápida, o sea sin su Fidelio. Él no cumplió sus funciones, no fue “fiel”. Dejó entonces a un muerto importante sin identificación, sin cómo nombrarlo en un responso, y sin un deudo capaz de honrarlo ante su tumba voceando al viento su histórico epitafio. 


Jadeante y sudoroso, el zorro se detuvo ante mí. (Yo como él también estaba en el bosque). Él por comida, yo por placer, tendido a la sombra de un árbol. Nos hallábamos entonces bajo una fresca enramada mientras los rayos del sol caían vertical y brutalmente sobre el resto del campo.

Me incorporé sobresaltado por la súbita presencia del animal, en actitud defensiva, mientras él vociferaba: –¡Uvas verdes, mi amigo, uvas verdes!

–¿Qué pasa, hermano Lobo -lo interrogué curioso y santo como un san Francisco– ¿Puedes explicarte?

–Tenía hambre –me dijo con voz jadeante– y quería comer uvas. Lucían frescas y jugosas. En su punto. Pero no podía bajarlas, aunque lo intenté.

–¡Un momento, amigo! –lo interrumpí–. Al principio me dijiste que estaban verdes.

El zorro no me respondió. Bajó el hocico avergonzado y se quedó mirando la yerba del suelo. Había entendido con claridad su problema de conciencia. (Al fin y al cabo en mi cuento está personalizado). Y yo entonces, llevado por mi hábito moralizante comencé a darle una lección:

–¡Hermano Lobo, eso no se debe hacer! Si las uvas han llegado a su madurez, hay que reconocerlo. ¡No decir mentiras!

El zorro pareció asentir con la cabeza, pero no pareció alegrarse con mis palabras. Fue cuando comprendí mi problema y el suyo también. Él no quería sermones, quería uvas mejor. Yo tampoco los necesitaba. Posé entonces mis manos bondadosas en su lomo y, mientras caminábamos hacia las uvas, le fui comentando:

–¡Hermano, a mí también me gustan las uvas! Vamos a ingeniarnos los dos el modo de bajarlas. Y ya verás, con tus propios ojos y con tus propias muelas, que no están verdes. –Aquí el zorro, (así no hayan visto a ninguno en esa tarea), sonrió con mi ocurrencia y mi complicidad.


Érase una vez un fotógrafo que se dedicaba más que todo a registrar con su cámara acción, pasión y movimiento. De tal manera que en sus negativos digitales apenas había campo para lo positivo y las emociones pertinentes. Lo criticaban entonces las modelos con síntomas de aflicción, las descontentas, quienes, a pesar de contar con sugestivas medidas y volúmenes vibrantes, adolecían del brillo natural en sus ojos de pasiones verdaderas por la vida, por el amor, por la acción existencial –como diría mi amigo el filósofo, para el cual, quien ama la vida ama el quehacer y el movimiento. 

Ese día, se regocijó al ver entrar en su estudio a una linda chica: “¡Mi Paloma, mi Perfecta!” –exclamó de una, como Salomón–. Y se dispuso a preparar la sesión moviendo mesas, sillas, luces, trípodes, lentes...

 

Por su parte, la primorosa dama exhibió en seguida, magistralmente, sus líneas y medidas, y propuso a la cámara, desde los mejores ángulos, sus perturbadores encantos. Sin embargo, al joven artista no se le activó pasión alguna, más bien se quedó frío, como deseando más provocación. Apartándose de la cámara, se aproximó a la modelo y la interrogó descontento: 

 

“¿Qué pasa hoy con el rojo de tus labios que no expresa atracción, y qué con tus pupilas que no destellan?”

 

Entonces ella, fijó sus pupilas celestes en las oscuras de su alarmado fotógrafo, mientras se le humedecían sufrientes, por pesares recónditos y misteriosos. Sus labios también titubearon y, entreabiertos, fueron incapaces de pronunciar ni una sílaba, ni una letra.

 

El fotógrafo, dispuesto a interrumpir la sesión, como era su costumbre, se retiró hasta la parte de atrás de la cámara. Pero, era tan bella la tristeza en la figura de su modelo que, forzado por un espíritu seguramente divino, oprimió el obturador miles de veces. 

 

Al final, sucedió este milagro: en la bella dama se disipó la tristeza y regresó a su estampa la belleza original como seguramente la hubo en el paraíso terrenal. Y otra vez, el fotógrafo disparó el obturador miles de veces. 

Cuenta la leyenda que ese fotógrafo nunca antes ni después obtuvo imágenes tan geniales como aquéllas. Y lo que nunca pudo explicar fue la razón ni el origen de tal prodigio, aquella tarde en su estudio con aquella chica. 

 

Cuando le preguntaban por eso, daba rodeos verbales y terminaba diciendo, con una sonrisa: “Es que los milagros existen y cualquiera los puede hacer o recibir. Tener fe es suficiente”. 

Algunos observadores, agregaron comentarios sabios en el sentido de que la belleza puede morar donde ella quiera, en quien quiera y cuando quiera. Incluso en el dolor y en la tristeza. En la faz de una madre, cuando sufre por un hijo; o en la cara triste de una mujer linda cuando se le ha escapado el amor. 

Lo cierto es que ese fotógrafo empezó a practicar, desde ese momento providencial, el tema de la inclusión:

Bellas y no tan bellas, felices o no tan felices, todas empezaron a desfilar exitosamente, por delante de sus lentes magistrales. Su éxito fue necesariamente rotundo.


Allí a la pensión llegan viajeros de toda especie, algunos extraños, la mayoría comunes: Unos comerciantes, otros amigos del campo; algunos, turistas ansiosos de paisajes y de paz campestre. Unos traen facha de raros como aquél parroquiano que se presentó una tarde, ya anocheciendo, vestido de sayal cual fraile y con un morral tan maltratado como su propia facha. Se acercó entonces al mostrador de doña Carmen, la administradora, quien, mecánicamente, al detectar su presencia, le preguntó distraída, secándose las manos en su delantal de rosas negras: 

–Desea una habitación, el señor, o cenar primero? Y ahora sí lo estudió de arriba abajo, como buena comadre.

–¡No, señora! –respondió el recién llegado con voz firme–. No he venido a instalarme: Yo soy un viajero rápido, yo no me quedo en un sitio, yo soy como las ráfagas del viento, ahora aquí, luego allá. Después ni el olor, luego, ni el recuerdo.

Ante estas palabras, la comadre respiró profundo mientras pensaba para sus adentros: “Tal vez perdió un tornillo, se le corrió la teja, se escapó del manicomio. ¡Lo mejor, en caso de santos o locos, es tenerles paciencia y seguirles la cuerda!”

–¿Desea alguna otra cosa, el caballero? –Le preguntó y él respondió prestamente con una lista de peticiones:

– ¡Sírvame rápido, por favor, un tinto, un pan, hábleme corto. ¿Cómo es esta vereda? ¿Qué tal el clima?¿Mucho verano? ¿O mucha agua? ¿A qué se dedican?

Doña Carmen volvió a quedarse paralizada, sin saber qué decidir. Si ir rápido por el pedido, o responder veloz tanta pregunta. Al final, se recuperó y fue a traer primero el tinto.

Mientras se adentraba en la cocina, de reojo, volvió a proponerle que se quedara a dormir porque ya el día estaba en las últimas, y la noche amagaba tormenta.

–¡No, señora! –Replicó al instante–Es imposible instalarme. Yo y mis antojos, somos como el rebaño, somos trashumantes: Hoy aquí; mañana, allá; pasado mañana... en el más allá.

–¿Es usted, acaso, un monje o un gitano o algo por el estilo? –lo interrumpió la anfitriona, dejando a su lado el tinto y el pan– o, simplemente, quiere hacerse el interesante?

Imaginé que el curioso comensal reaccionaría agresivamente ante el requerimiento molesto de la comadre. Sin embargo, se mantuvo en calma, ajeno a la provocación. Prefirió dedicarse con voracidad a su tinto y a su pan. Una vez desaparecidos éstos del plato, se volvió hacia su preguntadora:

–¡Yo traigo, mi señora, ideas extrañas. Creo que las noches como las posadas y el resto de cosas, tendrán un fin inminente; luego, habrá un día sin término en una morada perpetua.

La doña se mostró entonces algo incómoda, semi alarmada, algo aburrida con ese discurso que ya le habían repetido varias veces en la iglesia. –¡No, señora –la tranquilizó el paisano raro– no se alarme, no se estrese. Aunque insensato a sus ojos,  soy prudente ante el Cielo: Para mí, el camino es la tierra; hermoso camino; y yo, no más un peregrino relámpago, que debe dar buenos pasos.

A continuación, se inclinó, para levantar su breve morral; luego, tras una venia de despedida en torno suyo, giró hacia la puerta. Mi comadre intentó hacer un gesto para detenerlo, sin embargo, por un raro hechizo, se quedó inmóvil en el puesto, como estatua.

Mas luego, reaccionó precipitándose hasta el umbral de la puerta, en un vano afán por cobrarle al cliente fugitivo.

Tras explorar celosamente las sombras callejeras, volvió al interior de la pensión, desconcertada, y con algo de mal humor. Finalmente, suspirando, exclamó: “¡Realmente ese fresco era  un viajero fugaz! Ha venido a comer y a beber de balde, como un profeta”.


Anduve metido en ese cuento del pescador que una vez, en una de sus faenas, atrapó sorpresivamente una linda sirena y deseaba quedarse con ella, –como cualquier hombre de fuerte sensualidad y débil voluntad. Al principio se contentó con oírla cantar y atrapar peces al mismo tiempo.

 

Pero después, por efecto de su melódica seducción y por el alto voltaje de sus encantos, acabó por enamorarse de ella perdidamente, hasta el punto de proponerle que se fueran a vivir juntos, sin importar sus diferencias o condiciones extremas.

 

Una de éstas últimas era bastante seria, y era la de tener, que deshacerse del alma, porque las sirenas –según los sirenólogos no tienen esa posesión dentro de sus cuerpos especiales. Argumentan que ellas sólo necesitan el corazón para amar, y únicamente aman a quienes tengan puro corazón. El pescador aceptaba la condición, y era además partidario de los que, cuando quieren un fin, también aceptan cualquier medio para lograrlo.

 

Dejando pues de lado  las redes y los buenos consejos, se fue a subastar el alma, en una y otra parte; pero nadie se la quiso comprar. Fue cuando le aconsejé a ese pescador enamorado, –en mi imaginación, por supuesto–: “¡Vende mejor tu corazón en vez del alma, te lo compran rápido, a buen precio!” Pero él no quiso escuchar, como comúnmente les pasa a los enamorados. Se obstinó más bien en quedarse sin alma, lo cual consiguió con la asesoría de una bruja. Ella le enseñó, con cierto recelo, el mecanismo mágico para separarse de ella. 

Y así, sin alma pero con un corazón enloquecido, se fue a vivir con la sirena al fondo del mar. Cosa –como también la de poder vivir sin alma– posibles en el universo desbocado de la creatividad. Sin embargo, el alma no se quedó quieta. Empezó a viajar y a buscar estrategias para volver a ocupar el cuerpo del pescador. Cada año, según habían convenido, el pescador saldría a la orilla del mar a encontrarse con ella. Ésta entonces aprovechaba esas ocasiones para relatarle sus aventuras y para tratar de  persuadirlo de volver con ella.  

La historia termina en que el alma consigue su objetivo de volver a ocupar el puesto que le corresponde. El pescador, por su parte, al descuidar a su ninfa, la pierde para siempre. La halla sin vida sobre la arena. Tragedia que se agiganta cuando él decide hundirse en el mar con ella. Y es ahí, cuando uno piensa, escuchando el bolero del alma vanidosa, que muchos amores terrenales, simbolizados en los corazones de los humanos, impiden o estorban el curso correcto de la vida y el destino ideal de los humanos.

No es necesario pues ni vender el alma ni el corazón para garantizar los finales felices de nuestras historias. Lo que sí se hace realmente importante es establecer prioridades entre los valores materiales y los bienes del espíritu, para que no se opongan ni rivalicen o estorben.


Hubo una vez una princesa tan bonita que llegó a disputarle el primer puesto en belleza a Blancanieves. A diferencia de aquélla que era modesta, nuestra princesa solía mirarse oronda mucho al espejo y preguntarle: ¡Espejito, espejito, quién es la más bella!” El espejo sumisamente le respondió durante algún tiempo: “¡Tú, por supuesto, eres la más bella!” Entonces ella bailaba en una sola... pierna.

Pero, pasados los días, un hada malévola, llamada Tempa, con un pequeño maleficio le estampó una leve arruguita en su blanca y adorable faz. Desconsolada entonces la princesa y furiosa contra el espejito porque ya no le repetía la misma frase de “¡tú eres la más bella!”, acudió de inmediato a una de las mejores encantadoras del bosque, otra hada de las buenas, para que con yerbas o sortilegios, le corrigiera la marquilla del rostro y así poder recuperar su primer puesto en el ranking de las preciosas.

La astuta hechicera le exigió de anticipo una bolsa de piedras preciosas para aplicarle el hechizo corrector, y, una vez satisfecha, emprendió el procedimiento mágico. Sin embargo, a pesar de su experiencia en esas técnicas de los encantamientos, cometió algunos errores en la mezcla de los ingredientes,  como que no escogió la fase lunar apropiada o el puesto exacto de Saturno, o le faltaron anquitas frescas de rana en la fórmula, o algo así. Lo cierto es que en vez de hacerle desaparecer la arruguita a la princesa, le hizo aparecer otras; y para enmendar estas nuevas, le aplicó crema de camaleón bebé que le irritó los poros... Mejor dicho, –en una sola frase–, la convirtió en la más fea del bosque, tanto así que ya ni el espejo quería dejarse ver de ella. 

Desesperada entonces la princesita que ya no era ni tan princesita porque ya se le notaban los años, trató pésimamente a su frustrada hada madrina, que terminó echándola de su consultorio mágico: –Mal agradecida –la regañó–, no quedaste enferma, menos te moriste, ¿por qué te quejas tanto? Yo hice mi mejor esfuerzo. Lo que pasa es que tu cuerpo no me ayudó en el hechizo. Milagros no puedo hacer.

Sin embargo, el hada comprensiva –con algún remordimiento– medio le enmendó con su varita mágica los párpados que le habían quedado pegados. Le retiró además un poquito la grasa de la cintura y le mermó, –yo diría que demasiado–, porque se estaba volviendo cachetona, la grasa de las mejillas, dejándolas deprimidas... (de paso, a ella también la dejó así, desinflada de espíritu). En vano, se dio a la tarea de demandar al hada incompetente por los males faciales y morales que le había infligido, e inútiles también los esfuerzos por hallar otra hada que rescatara su atractivo original. 

Optó entonces por crearse un círculo de amigos especiales a quienes los convenció de que su perfil hermoso estaba todavía vigente difundiendo mensajes en broma sobre sus gracias y encantos. Pero no fue convincente ni tampoco realmente feliz, sino hasta cuando terminó aceptando que no existía en ninguna parte del bosque una bruja buena suficientemente poderosa para lograr imposibles.

Pero lo mejor ocurrió cuando comprendió que la belleza no sólo radica en las apariencias y en las cosas que el tiempo inevitablemente afea y deteriora. Cultivó entonces las gracias internas que se hicieron acciones en favor de sus cercanos, y fue entonces cuando empezó a ser bella de otra forma. Y ya no necesitaba consultarle al espejo. El mundo a su alrededor, al pasar, exclamaba: “Tú eres la más bella”.

 




La justicia y la venganza

Caminaba un filósofo griego pensando en sus cosas, cuando vio a lo lejos dos mujeres altísimas, del tamaño de varios hombres puestos uno encima del otro. El filósofo, tan sabio como miedoso, corrió a esconderse tras unos matorrales, con la intención de escuchar, como chismoso, la conversación. Las enormes mujeres se sentaron  cerca, pero antes de empezar a hablar, apareció, sangrando por una de las sienes y aullando de dolor, el más joven de los hijos del rey. 

–¡Justicia! ¡Quiero justicia! –Exclamó, dirigiéndose a las mujeres¡ Ese villano me ha cortado la oreja!

Y señaló a otro joven, su hermano menor, que llegó empuñando una espada ensangrentada.

–Estaremos encantadas de proporcionarte justicia, joven príncipe– respondieron las dos mujeres- Para eso estamos las diosas de la justicia. Sólo tienes que elegir quién de nosotras dos prefieres que te ayude.

–¿Y qué diferencia hay? –preguntó el ofendido– ¿Qué haríais vosotras?

–Yo, –dijo una de ellas, la de aspecto más delicado– preguntaré a tu hermano cuál fue la causa de su acción, y escucharé sus justificaciones. Luego le obligaré a guardar con su vida tu otra oreja, a fabricarte el más bello de los cascos para cubrir tu cicatriz y a ser tus oídos cuando los necesites.

–Yo, por mi parte– dijo la otra diosa- no dejaré que su acción quede impune. Lo castigaré con cien latigazos y un año de cárcel, y deberá compensar tu dolor con mil monedas de oro. Y a ti te daré la espada para que decidas si él merece conservar las dos orejas, o si por el contrario deseas que él también quede como tú, desorejado. Y bien, ¿Cuál es tu decisión? ¿Quién quieres que aplique justicia por tu ofensa?

El príncipe, antes de decidirse, miró alternadamente a las dos diosas. Luego, volviéndose hacia su hermano, se palpó la herida con un gesto de dolor. Había una rara mezcla de rabia y cariño en la mirada hacia su hermano. Por último, dirigiéndose a la segunda de las diosas, le contestó la pregunta:

–Prefiero que seas tú quien me ayude. Lo quiero mucho, pero sería injusto que mi hermano no recibiera su necesario castigo, como una lección de vida.

Y así, desde su escondite entre los matorrales, el filósofo pudo ver cómo el culpable cumplía toda su pena, y cómo el hermano mayor, sin embargo, se contentaba con hacer una pequeña herida en la oreja de su hermano, sin llegar a desorejarlo por completo.

Hacía un rato que los príncipes se habían marchado, uno sin oreja y el otro castigado, y estaba el filósofo aún escondido cuando sucedió lo que menos esperaba. Ante sus ojos, la segunda de las diosas sorpresivamente se despojó de sus vestidos para revelar su verdadera identidad. No se trataba de ninguna diosa, sino del poderoso Ares, el dios de la violencia, de la guerra, el cual, con aire de satisfacción y sonrisita burlona, se despidió de su compañera, comentándole:

–He vuelto a hacerlo, querida Temis. A tus amigos los hombres les cuesta trabajo diferenciar entre verdadera justicia y venganza disfrazada. –Y se fue riendo estruendosamente como el peor villano– Voy a preparar mis armas. –gritó feliz– estoy preparando una nueva guerra entre dos queridos grupos de hermanos.

Cuando Ares se marchó de allí y el filósofo trataba de desaparecer sigilosamente, la diosa habló en voz alta:

–Dime, buen filósofo ¿hubieras sabido elegir correctamente entre venganza y justicia?

Con aquel extraño saludo, comenzó la amistad entre el sorprendido sabio y la diosa de la justicia. 

El filósofo aprendió que la verdadera justicia trata de hacer el bien para mejorar el futuro, superando las malas obras del pasado, mientras que la falsa justicia es venganza. Ni es capaz de perdonar y superar el mal infligido, tampoco puede satisfacer al ofendido ni mucho menos redimir al ofensor. 


Hubo una vez una estudiante de hada madrina, amable, bonachona, inteligente, solidaria, etc., pero que, a diferencia de todas las del gremio, no era bonita. Ese era el único problemita.  Era excepcionalmente feita. Y aunque ella se esmeraba mucho por mostrar sus muchas cualidades a todos, parecía que todos ellos estaban convencidos de que lo más importante de la identidad de un hada era la belleza. No concebían la existencia de un hada fea.

Ahí mismo, en la escuela de hadas sus mismos compañeros le hacían bullying, ese acoso escolar que tanto afecta la autoestima de los jóvenes. Pero ella no se dejaba afectar, sino que más bien, se entregaba de lleno a estudiar y a realizar lo mejor posible las actividades en favor de los demás.  Pero era difícil porque en todas las ocasiones, cuando debía aparecerse en un estallido de luz para ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros, antes de poder alzar la varita y abrir la boca para lanzar una bendición, ya los críticos le estaban disparando dardos y envenenándole el oído:

–Oye, fea! –le gritaban– ¡Bichota! ¡Lárgate de aquí, no haces falta!

Sin embargo, aunque era pequeña, de cara desorganizada y cuerpo sin medidas regias, su magia era muy poderosa, pero sólo aplicable al bien de los demás, no para sí misma. Si fuera así, hasta hubiera intentado con éxito hacerse un encantamiento propio para volverse rompecorazones. Pero no lo podía hacer. Aún así, esa limitante no la consideraba frustración,  ni tampoco razón para sentirse desgraciada. Ella, más bien se centraba en ser buena con los demás. Y, si era el caso, –porque a todos nos ataca alguna vez la depresión– se consolaba, recordando cuanto su santa mamá, de pequeña, sentada en sus rodillas, le decía:

–Tú estás bien como eres, con cada una de tus pecas y arrugas; y de seguro eres así por alguna misteriosa razón: Alguna misión especial debe estár reservada para ti.

Y la corazonada de la madre sí era correcta; porque un día, unos brujos malandrines  invadieron el país, sometiendo con potentes sortilegios a sus habitantes y encarcelando a todas las hadas bonitas para divertirse a costa de ellas. Nuestra protagonista obviamente no se encontraba entre ellas, pero se sintió en la obligación moral de hacer algo por sus hermanas. Y fue entonces, cuando ni corta ni perezosa, como le decía el abuelo,  hechizó primero sus vestidos –eso sí lo podía hacer- para que se lucieran como los mejores de las brujas perversas, y como su cara y cuerpo le ayudaban –obviamente tú ya lo sabes, porque era bien feíta, con gorditos y todos esos desajustes carnales–, se camufló fácilmente como bruja convincente. De esa forma, infiltrándose entre los opresores, se ganó su confianza, llegando hasta su guarida. Allí, los animó a hacer una gran fiesta por la hazaña de la invasión, la cual ella misma, organizó con su magia, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas. Asi mismo, les preparó una bebida alcohólica exquisita capaz de anestesiar a mil elefantes.

Durante la fiesta, o, mejor al terminar la fiesta, porque para entonces ya todos roncaban como los peores, corrió a liberar a todos los cautivos.

Y, para que todos los buenos quedaran felices, sometió a los invitados dormidos a un hechizo que consistía, como en el cuento del flautista de Hamelín, en desfilar uno tras otro, hacia una gran cueva en una lejana montaña y quedarse ahí cautivos, tal vez meditando, por espacio de cien años. 

Eso de sólo cien años de presidio para los pillos brujos, no caló bien en la mentalidad de muchos observadores. Ellos querían cadena perpetua. Sin embargo, en la imaginación bonita de nuestra heroína fea, incluso a la peor cizaña hay que ofrecerle esperanzas de convertirse en el mejor trigo, al cabo de cien años de soledad. Ella pensaba que la maldad de por sí ya era una carga muy pesada para los humanos y que ojalá no tuvieran que soportarla más allá de cien años.

A lo ancho del país, al hada le brindaron homenajes de reconocimiento por ser valiente y generosa. Sus compañeros acosadores se rindieron a sus pies.

Y lo más interesante de todo es que, a partir de ahí, nunca más se volvió a considerar la fealdad física una desgracia, –de hecho surgieron modelos feítas cotizadas que se peleaban los grandes fotógrafos.

Y cada vez que nacía alguien feo, nadie se preocupaba, todos se llenaban de alegría, sabiendo que, seguramente, ese ser especial, tendría grandes y bonitas cosas qué hacer.

Así que no nos afanemos demasiado  los feitos, porque siempre habrá algo bueno para nosotros.



Al poder por ser

buen bailarín

 

 Los animales demócratas resolvieron un día ejercer sus bonitos derechos eligiendo a uno de ellos como presidente del bosque.

 

 Establecieron de común acuerdo que se necesitaba, por parte de los aspirantes a la primera magistratura, que fueran personajes de ambiente, que hicieran reír, y que obviamente bailaran muy bien.

 

 Así que el día festivo de la jornada electoral se convirtió en una especie de feria donde los candidatos, en tarimas folclóricas, empleaban a fondo sus movimientos pélvicos y demás con el objeto de seducir a los electores para que votaran por ellos.

 

 Llegado el momento de la elección unos le dieron el voto al zorro, porque había movido muy bien la cola, otros al lobo, porque se contorsionaba sugestivamente; pero la mayoría de aquellos creyentes demócratas estaban convencidos de que indudablemente el mejor bailarín, el de personalidad más cautivante, el más apropiado para desempeñar el cargo era el mono simpático, el brincón, el adicto al banano, el gracioso; y votaron lógicamente por él para que dirigiera sus destinos y los manejara de acuerdo a la Constitución de la selva.

 

Pero como pasa en cualquier democracia siempre quedan actores de conflictos, personajes descontentos como por ejemplo, en este caso, el zorro. Quedó ardido y envidioso, porque -según él- había ganado el peor. No toleraba ni siquiera ver pintado al mono presidente; y cuando tenía que citar su nombre lo llamaba con desdén Mico incompetente. Y se dio a la tarea incansable de buscar la forma de darle golpe de estado, o algo así, para ocupar su puesto.

 

 Un día entonces salió a pasear por el bosque mirando a ver qué encontraba o qué hacía para lograr sus propósitos. Fue cuando descubrió una trampa intacta con comida dentro de ella. Rápidamente la recogió y  la trajo a la asamblea de los animales que precisamente se reunían para escuchar al nuevo presidente:

–Encontré este banquete -dijo en voz alta, en medio de la plaza, haciendo al presidente una venia hasta el suelo- y sentí la obligación de traerlo a tu presencia, porque tienes la máxima autoridad y el  privilegio de saborearlo primero antes que nosotros.

 

 El mono se sintió halagado y con toda inocencia, sin meditar nada, metió las manos (algunos dicen que fueron las “patas”) para llegar hasta la comida, pero, con su movimiento, accionó el mecanismo del cepo y, con severo aullido presidencial, quedó completamente atrapado.

 

–¡Me has traicionado! –Gritó entonces el mono lleno de dolor.

–¿Qué quieres decir? –Respondió el zorro, internamente complacido-. ¡Ni siquiera intenté tomar la comida! 

 

 Y luego, dirigiéndose a todos los animales allí reunidos, "destituyó" verbalmente al inmovilizado presidente:

 

-Podemos concluir con esto -dijo- que este mico no es apto para el cargo; un gobernante sabio,  nunca tomaría una decisión sin considerar previamente aspectos de la situación propuesta: alternativas de acción, consecuencias, conveniencia o perjuicio en cuanto al bienestar o progreso del pueblo animal. 

 

 Cuentan algunos que, a semejanza de un rey legendario que ofreció desesperado su reino por un caballo para poder huir; del mismo modo, este mico -para resolver su problema- se sacó la corona (en esta democracia el rey como muchos de sus ministros tenían corona), y se la ofreció al zorro, sediento de poder, diciéndole: “¡Mi corona por sacar la pata!” 

 

 Algunos cuentan que el zorro, en el acto, le rapó  la corona al mono y lo dejó en la trampa. Otros, menos malandrines, cuentan que ciertamente le recibió la corona, pero le ayudó en seguida a “sacar la pata”, y lo puso de ministro para que continuara divirtiendo a la democracia. (Yo creo que esto fue realmente lo que pasó, porque el zorro era bien pensante y muy inteligente).

 

 



En un bosque cercano vivían dos hombres de malas pulgas que no se trataban bien ni se ponían de acuerdo en nada.

 

 Encima de ser muy necesitados, uno de ellos era medio ciego y el otro, medio cojo.

 

 Una noche se inició un fuego en el bosque y ambos cambuches comenzaron a incendiarse, pero ni el ciego ni el cojo podían escapar solos, porque si bien el ciego podía moverse rápido no veía por donde correr, y así el cojo pudiera ver la vía de escape no podía mover las piernas con la rapidez necesaria. 

 

  La situación era apremiante: Morían independientes, como chicharrones los dos; o se ponían de acuerdo para combinar las mitades de sus capacidades: 

  Porque la necesidad hace amigos, porque Dios nos inspira, porque la vida es bella, ¡por fin! los dos se pusieron de acuerdo: el cojo se le encaramó al ciego, que tenía buenas piernas, y le fue indicando por dónde ir a través de las llamas.

 

  Así fue como salvaron no solamente sus vidas, sino que también se hicieron muy buenos amigos desde entonces.