En esta ocasión, mi personaje inolvidable, bromista de nacimiento, nos trasladó al aula de clase de nuestra época, mientras la férula, (esa regla larga de madera con perforaciones, utilizada para golpear en las manos a los indisciplinados), reposaba intimidante sobre el escritorio de la profesora dictadora.
No tanto "dictadora" porque fuera déspota o nada democrática, sino porque en su habitual metodología nos dictaba los conceptos y el conocimiento de los libros, para memorizarlos, aunque a veces, podíamos verla y sentirla como la monarca detentando ella sola los tres poderes del estado. Tal vez no nos volvimos eruditos, es decir, sabihondos; pero sí memorizamos asuntos académicos importantes y de bastante uso en la vida cotidiana.
Y también se nos quedó impregnada en las fibras el imperativo de la responsabilidad so pena de sufrir las consecuencias en las palmas de las manos; en las notas, e incluso en las nalgas porque nuestros papás secundaban a los maestros, azotándonos también con sus correas o sus chanclas, al recibir quejas de nuestros maestros cuando de sus bocas brotaban descontentos y ayes por nuestras alocadas conductas en las aulas o fuera de ella.
También era frecuente que el profesor se tomara muy en serio al alborotador incorregible, buscando la forma de meterlo en cintura, con cualquier medio a su alcance, como en esta oportunidad referida en broma por mi hermano, cuando la maestra, inspirada por cierto diablito interior, quería hacer quedar mal ante la clase a un pequeño revoltoso, de la primera línea: (De hecho, estaba sentado en la primera línea de pupitres).
“¿Sabes, Juanito, –lo interrogó entonces la maestra, porque ya había explicado en el tablero el acusativo y el dativo–, ¿Qué es ‘pignórolo’? Imaginaba que el chico iba a tomarse un tiempo largo para pensar, mientras sus compañeros sentirían pena por él; así escarmentaría. Pero no fue así. Juanito, que no era ni corto ni perezoso en asunto de disturbios, replicó al instante, para que sus compañeros festejaran: “¡Profe, Ignórolo!”
La clase se rio gracias a que la respuesta rimaba con la pregunta; además, es costumbre social que los calmados o tímidos se inclinen por acolitar a los alborotadores.
Este fue uno de los chistes “especiales” tomado del inventario humorístico de mi hermano, que le escuchamos varias veces, pues era muy dado a sacarle chiste a todo, a descubrir el lado jocoso de las situaciones serias, como aquélla que tuvo con nuestro padre a quien estaba visitando y de quien recibió la invitación a festejar el feliz reencuentro con un aguardiente. Sin recordar nuestro padre que había almacenado alcohol medicinal en una botella de una marca conocida, le llenó una copa con su contenido y lo exhortó al brindis: “¡Hasta el fondo!”
Nos contaría riendo después nuestro hermano esa abrasadora experiencia cuando aquel trago bajó dramáticamente a sus entrañas. Pero luego, para que la función no quedara incompleta, nuestro padre, en seguida, encontró el licor auténtico, colmó una nueva copa con su contenido y se la ofreció. Nunca antes una medicina de esa naturaleza había sido tan efectiva, al bajar por el gaznate de un humano. La reunión terminó entonces feliz y memorable, en un ambiente de ocurrencias y anécdotas, elemento natural donde se movían los dos como peces en el agua.
De ahí en adelante, cuando una circunstancia suplicaba un brindis, levantaban entonces las copas y, antes de apurar el trago, exclamaban “¡Este sí es del bueno!”
No olvido como, por ejemplo, la inauguración de los juegos ínter docentes en Julio, cuando en compañía de otros colegios oficiales, dejamos al descubierto una porción de nuestros talentos artísticos y físicos. Si bien no hubo una rígida marcialidad en el desfile de presentación institucional, se compensó luego, con un tango argentino, donde los selectos profesores hicieron gala de acompasados intentos de seducción; y las profesoras bailarinas exhibieron una mínima parte de sus reservas ocultas de su mucha sensualidad.
Cosa muy buena también del año fue la clausura de las interclases a principios de octubre. Derroche literal de habilidades artísticas por parte de los jóvenes; y de esmero y consagración de sus
mayores, en especial de los profesores de las sedes, que invirtieron tiempo, voluntad y ganas, a fin de que sus pupilos se lucieran sobre el escenario del coliseo.
Y hay más cosas buenas para admirar y agradecer, como por ejemplo, los números presentados durante las izadas de bandera, en las ilustres fechas patrias o culturales. En estos espacios, los
chicos, al compás de las directrices de sus docentes, probaron que están hechos de buena fibra y de material creativo.
Al lado de estas magníficas revelaciones de arte e imaginación, también los estudiantes sorprendieron por su creatividad y productividad, en los días culturales, durante la presentación de sus
obras e invenciones. Nos dieron motivos para repensar en los fines de la educación que no es sólo concepto ni número ni letra, es desempeño, identidad, vida interior, supimos que en ellos
hay suficiente materia prima no sólo para crear otros mundos, sino también para transformar positivamente el propio.
No hay que olvidar, pues, el año porque hubo mucho movimiento. Se nos fue una grata y amable coordinadora, y nos llegó otro coordinador, muy humano –no por la política–, y muy competente, y con
sueños de potenciar las virtudes institucionales.
Hay que agradecerle mucho a este 2023, porque también los maestros dieron cumplimiento a las ordenanzas de sus áreas, intervinieron respectivamente en el desarrollo de la teoría institucional,
compartieron sus bienes y favores con los compañeros, hicieron hasta pesebre novembrino, brindaron café, bromearon, pusieron salsa a las rutinas, predicaron democracia, psicorientaron,
filosofaron, agrocultivaron, jugaron dominó, convencidos de que lo lúdico es vital.
Lo seguía en edad y en actividades comunes de hermanos: íbamos a jugar pelota a pleno sol, largas horas, apostábamos carreras y armábamos diversiones callejeras con los chicos vecinos al frente de la casa. El hermano mayor nos enroló en el movimiento de los boy scouts y, por lo tanto, entre otras cosas educativas que nos tocaba hacer, nos íbamos a acampar bajo las estrellas, a los montes cercanos.
El deporte definitivamente nos mantuvo muy cerca uno del otro; él era un atleta completo y yo lo seguía: yo era medio atleta. En las carreras callejeras no tenía rival, siempre supe que podía emular a Víctor Mora, a Tibaduiza, a Álvaro Mejía, por sus buenas e incansables zancadas. Pero yo no era tan malo tampoco. Yo quedaba de segundo, sobre todo cuando hacíamos circuitos los dos. Hasta en el ciclismo me daba ventaja. Una vez me dejó salir primero, por la carretera hacia el Picacho, con muchos minutos de anticipación; y aunque activé mi más alocada adrenalina lo único que conseguí fue irme de narices aparatosamente en una curva pronunciada. Raspado y maltrecho moralmente me boté sobre el costado de la vía a esperarlo. (A mi bici también la boté al monte).
Pronto apareció mi hermano y, al verme sentado y deprimido, al margen de la carretera, se bajó rápidamente de su cicla y, tras darme palabras de aliento, rescató mi cicla del monte, le aplicó los primeros auxilios, le dio masajes a una pieza, en fin, la adecentó técnicamente y la puso vertical sobre sus dos ruedas otra vez. De esa manera, reconfortado, me volví a poner de pie, me reconcilié de nuevo con mi “caballito” y así, superando ese “trauma” deportivo, seguí pedaleando firme hasta la meta, obviamente detrás suyo.
Llegaría después el momento de buscar cada cual su propio camino. Yo, profano, como era y tal vez lo siga siendo, me fui de explorador, en esta ocasión, en pos de una vida penitencial consagrada. Él, tras algunos otros intentos vocacionales, optó por los caminos de la estrategia y el espionaje. Perseveró por ahí, por ese sendero de la inteligencia secreta; yo, en cambio, regresé a la casa arrepentido más tarde, porque ser cura parecía excesivo para mí. Medio llenó de preciadas ideas y sentimientos importantes, terminaría entrando y saliendo con honores de la universidad.
Pero, ese célebre personaje inolvidable y yo continuaríamos viéndonos, en una parte y en otra, donde a él el deber lo llamara, y desde donde yo estuviera enseñando. Estaría disponible ahí, sonriente, listo a invitar, a compartir sus experiencias y sus afectos. Te extrañaré, hermano, un mundo. Hasta el infinito... y más allá.
Así, más o menos, encabezaba don Airon Chif su motivación académica, cuando por fin se lograba, al son de la voz fortachona de uno de sus colaboradores, poner bajo control a los escolares latosos, frente al edificio del colegio, sobre el suelo lunar de un patio tan multifuncional que, incluso, cuando llovía torrencialmente y se en la, servía de espejo a un cielo muy grande y campestre.
En ocasiones se volvía deporte o circo; a veces congreso comunitario o simulacro de emergencia. En esta oportunidad solemne, bajo un sol canicular, se prestaba para la formación protocolaria de los estudiantes, durante la cual, sobre la tarima de concreto, frente al ejército escolar, desfilaban diversos personajes para tratar también asuntos varios, tales como regañar, informar, recomendar, rezar y hasta filosofar, todo en función de componer el corazón de aquellos educandos, de someter, –de ser factible–, sus mentes insumisas a la dominación del pacto de convivencia.
También estábamos convidados allí a la asamblea general, algunos observadores, –atentos o no tan atentos–, para contribuir con nuestros gestos a que las filas estuvieran derechas, las bocas calladas y los oídos abiertos a la fe del poder transformador de las palabras que se amplificaban débilmente a través de un añejo y acuerpado altoparlante.
En el más cotizado de los casos, por supuesto, las principales recomendaciones provenían del liderazgo de don Airon, el cual, solía inspirarse, –dada su experiencia y firme vocación docente–, en las actitudes torcidas de aquellos educandos para convocarlos a retomar los justos caminos del orden, del respeto y de la conducta rectilínea, fundamentales para ser estudiantes exitosos y ciudadanos de provecho para la sociedad.
Y mientras eso pasaba yo iba trayendo a la mente también las habituales reprimendas que en otros momentos, el mismo Don Airon nos solía encajar, con aroma de decepción, en el sentido de que la amonía y la productividad de los estudiantes dependía de nosotros, del buen dominio de grupo que fuéramos capaces de imponerles. Entendíamos que, a semejanza del super héroe, nosotros ostentábamos un sumo poder y que, si la disciplina, la paz y los buenos resultados académicos no se daban, deberíamos rezar el “Yo, pecador”, evaluar y enmendarnos, porque podríamos estar viviendo en desgracia, por impotencia docente. Más o menos, era lo que me decía una señora, administradora de los comestibles de la comunidad religiosa a la cual quise afiliarme: “¡Tú tienes el poder de la sartén por el mango!” –me decía la dama, cuando me quejaba de mi incompetencia en el asunto profesional de freir huevos, como si el tiesto tuviera vida culinaria propia.
De hecho, conocí profesores de la escuela aironesa que para mostrar dominio de grupo se transfiguraban en ogros gruñones. Y, en efecto, sus alumnos enmudecían en un aparente sometimiento al imperio de su farsa dictatorial. Pero, aun así, –pienso–, aunque yo pueda convertirme en basilisco, a la vista de los estudiantes, o tenga la sartén viva y al frente los huevos, la genuina autoridad sobre aquellos es una farsa; y la capacidad de transformar los huevos en tortilla con la sola virtud del perol, una ilusión.
El manejo pues de la disciplina no reside tanto en el poder de la apariencia, sino en el espíritu de quien enseña con autoridad moral, sin intimidación, suscitando en los alumnos la auto convicción a ser protagonistas responsables y exigentes de su propia comportamiento. De ese modo, estupendo si son enérgicos, pero auto disciplinados y aplicados, mucho mejor.
Ese 26 de septiembre de 2002, el Joola, un transbordador senegalés de propiedad estatal, se hundió frente a la costa de Gambia, dejando un aterrador saldo de más de 1.800 personas muertas.
Cuentan los observadores de entonces que el naufragio se debió claramente a que el barco de 79 metros de largo (eslora), y 12 metros de ancho (manga), estaba diseñado para llevar solamente 580
personas y esa noche llevaba un increíble sobre cupo de 1.863 pasajeros, contando mal.
Y cuando las tragedias están para ocurrir, hacia las 11 de la noche, una severa tormenta azotó el barco. El viento fuerte, las enormes olas, y lógicamente el sobrepeso, contribuyeron a que
El Joola zozobrara en apenas cinco minutos.
Sin embargo, permaneció a flote, hasta las tres de la tarde, aproximadamente. Los pescadores de la zona fueron los primeros en responder, logrando rescatar a 64 sobrevivientes. Acabó
hundiéndose, llevándose consigo a quienes no habían podido salir de la embarcación, porque no recibieron ayuda a tiempo. Los equipos de rescate del gobierno llegaron hasta la mañana
siguiente, cuando ya era tarde.
Se responsabilizó de la tragedia al capitán del barco, Issa Diarra, quien habría desaparecido en la tragedia. Los observadores estuvieron de acuerdo con el presidente de entonces, Abdoulaye
Wade, quien pronunció en el discurso de la ceremonia fúnebre estas palabras tan significativas:
“Después de haber llorado a nuestros muertos y haber rezado por ellos, debemos mirar hacia adentro, y admitir que los vicios que están en la raíz de esta catástrofe se basan en nuestros hábitos
de ligereza, la falta de seriedad, la irresponsabilidad y a veces la codicia, cuando toleramos situaciones que sabemos son perfectamente peligrosas, simplemente porque nos beneficiamos de ellas”.
Estaba aludiendo, no sólo al Capitán, sino también a todos aquellos, que de alguna manera habían tolerado el sobre cupo y las condiciones de riesgo que propiciaron ese siniestro considerado uno
de los más letales de la historia.
Ahora, hablando de ponerse en buena forma (que se llama fitness) voy a referirme a Takishima Mika, joven de espíritu que hace poco
cumplió noventa años, fiel cumplidora de las rutinas que hacen posible que uno luzca severamente saludable y fuerte. Ahora trabaja como instructora en un gimnasio, porque el dueño del lugar la
admira y la ha puesto en el pedestal de las heroínas dignas de imitar en este santo oficio del fitness, al ver su actitud positiva en el gimnasio y su pasión por el ejercicio.
Esta optimista jubilada es más activa que la mayoría de los jóvenes de veinte años, y probablemente también tenga mejores músculos.
Es la instructora más antigua de Japón, y se ha convertido en una celebridad en el país asiático, tanto por su excelente forma física como por su actitud positiva y sonrisa contagiosa.
Esta celebridad sigue una rutina impresionante. Alrededor de las once de la noche, se va a dormir. Y se despierta a las tres de la madrugada. Con sólo esas cuatro horas tiene suficiente. (Los
chicos hoy día requieren diez). Luego hace un recorrido de cuatro kilómetros, seguido de un trote de tres kilómetros y una caminata de un kilómetro hacia atrás. Luego toma un desayuno abundante y
equilibrado, hace algunas tareas domésticas y estiramientos ligeros, y tal vez mira televisión, sin olvidar mantener la espalda totalmente recta y el abdomen contraído.
La nonagenaria siempre almuerza poco, luego entrena. Por la noche, saborea una cena abundante, acompañada de una copa de vino. Hasta la hora de acostarse, Takimika se dedica a los ejercicios
físicos asignados por su propio instructor. Y como todo no puede ser ejercicio corporal, practica en la computadora, y perfecciona sus habilidades en inglés.
Los observadores que conocen su historial sencillamente se han conmovido hasta el extremo. Los mayores de su país han encontrado en ella inspiración para ponerse en forma, motivo para mejorar su
salud y para procurar el bienestar general. En su siempre joven proyecto de vida se ha fijado dos nuevos objetivos: poner a todos en forma, que estén sanos y salvos. Y, segundo, quiere seguir
siendo la mejor entrenadora de fitness hasta los cien años y más allá, hasta el infinito. Eso sí es, –como diría un gobiernista–, “vivir sabroso”.
Te cuento mi apreciado ciudadano que valoras la expresión legítima de los sentimientos personales, que fui testigo de las frecuentes despedidas de mi padre cuando él tenía que marcharse semanalmente a su pueblo de trabajo. Tanto así que, las temporales aflicciones de los adioses repetidos se volvieron rutinarias. Pero la curiosa escena de mi hermano que saltaba de la cama a las cuatro de la mañana para dedicarle al papá, asomado a la ventana, gimiendo y llorando, el protocolario adiós con sus manos, sentó un precedente no sólo en la historia familiar, sino también en la historia de los casos jurídicos del barrio. El caso fue que, llegó el día que nuestra madre se cansó de que el chico protagonizara el mismo pequeño drama en cada despedida, entonces perdió la paciencia, lo regañó duro y, creo que le dió con un chocato. Él entonces, con sentimiento, con cara de incomprendido, le reviró: “¡Pero, mamá, yo sólo quería verlo ir!”. Sabía bien que, lo menos que uno puede hacer cuando alguien dice chao y se va, es salir a la puerta o a la ventana o al camino, a compartir con la persona todo el tiempo que queda y finalmente agitar la mano y pronunciar repetidos adioses, así sea chillando, porque, a partir de entonces, sólo quedarán recuerdos... promesas... tristezas... hasta que vuelva. (Que ojalá así sea).
El juez de la época lo declaró inocente y a mamá, culpable. Pero, el abogado consiguió indulgencia para ella, en vez de sentencia le dijo entonces que le tuviera más bien paciencia al muchacho, porque él tenía derecho a demostrarle a su padre, –así fuera con lloriqueos, cuando se iba a su trabajo, que lo quería y extrañaba. Estaba en su pleno derecho.
Cuando el jardinero de nuestro colegio, –por el peso reglamentario de sus años de servicio–, tuvo que despedirse de nosotros para acogerse al gozo de su pensión, nos echó un cuento tierno como para amortizar la pena que inevitablemente nos iban a deparar nuestros mutuos adioses.
Nos hizo salir al patio y allí, frente a un corpulento sauce llorón –para colmo de los pesares– nos contó que una vez existió un fresco arbolito de ramas acogedoras donde anidaban y retozaban, todo el día, muchos pajaritos traviesos.
El árbol, de tanto estar con ellos, no sólo los conocía muy bien a todos, también los apreciaba y gozaba de su compañía. Y cuando llovía o hacía frío, más intimaban las aves con sus hojas, y él más las abrazaba con sus ramas. Y si el calor las molestaba, éstas se aliaban con la brisa, y entre ambos las refrescaban mejor. Si los felinos las acechaban, entonces el árbol trenzaba mejor sus guardianas hojas para reforzar la protección.
Pasaron rápidamente los días y llegaron las frías vísperas del invierno. Y todo el ambiente se tiño del gris propio de las despedidas, a la par que las emigrantes se alistaban para ir en busca de horizontes seguros.
El árbol lo advirtió. La total ausencia de sus amigas era inminente. Y, casi en seguida, una tras otra, o varias simultáneamente, fueron alzando el vuelo, en presencia del viejo árbol cuyas ramas ondeantes simulaban, ante las ráfagas del viento, los vaivenes de las manos que se agitan, graficando esos adioses que nos alteran y que nos duelen. Experimentó ciertamente un hondo pesar, pero orgullo también, como si fueran hijas listas a desposarse inevitablemente con amores por estrenar.
Al ocaso, ya estaba solo y su figura nostálgica en seguida se mezcló con las sombras.
Pero no fue el final de la historia del árbol. Al otro día, recién cobraron color las criaturas, al contacto con la aurora, resurgió acicalado, pleno de brillante rocío, más que de costumbre: “¡Qué bonito luce! –comentaron al punto los observadores– es poesía pura adornando el paisaje!” Lo que no sabían era que la despedida de las aves lo había afectado demasiado, y eso que percibían como perlas brillantes era metáfora; en verdad eran las lágrimas vertidas en conjunto por sus hojas, la tarde anterior, que se convirtieron prodigiosamente durante la noche en radiante rocío en forma de perlas. Fue como si, durante la noche, el árbol hubiera sido capaz de convertir todos los adioses tristes de las aves, en matutinas bendiciones para el mundo.
–Las grandes despedidas, –concluyó el jardinero, ya a punto de partir–, son también, en principio, grandes pérdidas que empobrecen el ánimo y afligen. Nos causan pesadumbre, como cualquier renuncia. Nos hurtan lágrimas, como cualquier congoja. Y son ineludibles ingredientes del menú ofrecido por la vida. Pero, como toda pena sobre esta tierra, tal como lo hizo el árbol, deberá permutarse por inspiración, para poder seguir viviendo exitosamente, sin depresión ni fiasco. –Tras un suspiro de pausa, sabiendo que había sonado la hora de ponerse en camino, agregó: –¡Ojalá uno pudiera remplazar el duelo de una bendición perdida, por el recuerdo feliz de haberla obtenido y disfrutado!
Luego, sujetó su maleta de viajero, no sin antes, echar un último vistazo a la fachada del edificio donde había pasado largos años de su trabajo, como intentando tatuarla en sus pupilas.
Y, por último, nos fue diciendo “adiós” a cada uno, agitando una y otra vez la mano. Y mientras multiplicaba el número de adioses, nosotros agitábamos también incansables hacia él nuestras manos. Eran como el aleteo de las aves antes de emigrar. Pero distinto al cuento, nosotros nos quedábamos, y el buen hombre se marchaba. Unos juramentaron recordarlo con afecto, agradecidos. Otros prometieron ser lindos amigos de quienes se quedaban... mientras se quedaban.
Yo, como soy tan sentimental, no prometí no llorar en las despedidas, ni en la tuya ni en la mía; bregar sí a sonreir y que tú también sonrías. (Así sabremos que hemos hecho feliz compañía). Pero la verdad es que deberíamos ser como ese árbol del cuento. Ser poesía y que tú también seas poesía: Ahora y en la hora de tu ausencia y de la mía.
Durante una mañana calurosa de verano, en Coleman (Texas), una familia compuesta por un matrimonio y los suegros, están jugando al dominó tranquilamente alrededor de una mesa, a la entrada de la casa. Se dedican al mismo tiempo a beber limonada y a dejar que el tiempo pase lenta y perezosamente.
En dado momento, al suegro se le ocurre una actividad aparentemente emocionante para él y supone que para todo el mundo:
–Podríamos –les comenta a todos– hacer algo más divertido. Podríamos, por ejemplo, ir hasta Abilene y comer en la cafetería del pueblo. Cambiar de ambiente nos haría bien.
Todos le miran un tanto sorprendidos, porque allí todos la están pasando bien. Y Abilene se encuentra a unos 53 kilómetros de ahí, por vía destapada.
No parece haber razón alguna para romper el bienestar común. El yerno, personalmente, piensa para sus adentros que es una locura; pero, para quedar bien con el su suegro, le sigue la cuerda: –¡Claro que sí! ¿Por qué no? Estoy de acuerdo.
Entonces su mujer, por no ser aguafiestas, pero sin estar de acuerdo en su mente, le comenta:
–¡Excelente idea, Cariño!
Y por supuesto, la madre, al ver que todos quieren ir, resuelve no ser la nota disonante, no quiere romper la armonía de las decisiones comunes del grupo y concluye, levantándose del puesto: –¡Iremos a Abilene!
Así que toda la familia aborda el diminuto automóvil, maltrecho, sin aire acondicionado, y conducen hasta Abilene a pesar del tremendo calor que los pone a sudar hasta casi la deshidratación.
Recorren la larga y polvorienta trocha hacia el pueblo llegando prácticamente incendiados. Y, una vez allí, ingresan a la incómoda cafetería donde les ofrecen un mediocre menú cuya orden se demora una eternidad. Al final de la desabrida merienda, se meten nuevamente en su tormentoso transporte y regresan a Coleman por la misma trocha trepidante y polvorienta.
Al volver, nuevamente a su casa todos se encuentran extenuados y arrepentidos de haber hecho ese viaje infernal, pero siguen sin decir nada, sin quejarse, sin manifestar sus reales sentimientos de desaprobación sobre la decisión tomada y sobre la aburridora experiencia vivida. Desde allá los conocen –y a sus seguidores también– como los mansos atolondrados de Abilene sin criterio propio.
Cuando ya en nuestras casas nos disponíamos a desear el sueño, allá en nuestro pueblo del siglo pasado, en el nacimiento de una nueva profesión nocturna, escuchamos por primera vez una sucesión de silbidos procedentes de la intimidad de la noche. Medio curiosos e inquietos indagamos su origen en los labios de los mayores, quienes nos tranquilizaron en seguida diciéndonos que era uno de los nuevos vigilantes noctámbulos, llamados serenos que iban y venían, así, pitando, como pregonando la seguridad de su presencia. Nos condujeron luego hasta la ventana y por uno de sus postigos, en vivo y en directo, detallamos su singular figura. Dicho personaje portaba una gabardina oscura que lo cubría hasta más abajo de la rodilla. “Es un gabán azul –nos precisaron–; detallen que lleva además una capa gris, una gorra, un bolillo, linterna y el pito que tanto lo usan en sus rondas desde las diez de la noche hasta, más o menos, las cinco de la madrugada. Su función consiste, como lo pueden deducir, en vigilar las calles previendo hechos que alteren la serenidad de la noche, asegurándose de que los vecinos duerman plácidamente. Se encargan además de encender y apagar las luces públicas. Son amigables, te saludan, te dan la hora y te informan del estado del tiempo, lógicamente te pueden decir: ‘Buenas noches, todo está sereno, muy sereno'”.
Alguno de nosotros, entusiasmado por esta novedad progresista, preguntó que cómo procedían en caso de un incendio, un robo o cualquier otro evento riesgoso. A lo cual contestaron nuestros mayores que ellos llevaban consigo un aparato para hacer ruido y dar la alarma, llamado matraca. “O también lo hacen –añadieron– a voz en grito, pues uno de los requisitos fundamentales para obtener ese cargo -pagado por el presupuesto municipal-, es poseer un notable vozarrón para que todo el mundo lo escuche y se ponga en movimiento en esas graves circunstancias.” Nos dijeron también que a mayores de cuarenta no los consideraban aptos para el puesto, menos a quienes registraran antecedentes penales.
Según el historiador de la familia, el origen de la profesión se remontaba al siglo XVIII, en España e inició cuando se contrató personal para encender los faroles nocturnos de los principales centros urbanos, –comenzando por Madrid–, a quienes, además, les anexaron funciones de vigilancia. Hacia 1798 establecen algunos la fecha exacta del inicio de los serenos, allá en la madre patria. Cargo que muy pronto exportaron a las ciudades de América donde ellos tuvieron mucha aceptación e influencia cultural.
Notamos que nuestro orgulloso sereno, de botas marciales, también portaba un grueso manojo de llaves, en previsión de ayudarle a abrir la puerta a cualquier vecino que hubiera olvidado o perdido las suyas. Cuentan con humor que también ayudaban a los borrachitos tambaleantes a equilibrarse y a encontrar sus propias casas y no las de las vecinas.
Hace unos años, de visita en uno de aquellos pueblos de mi infancia, me quedé una noche en una de aquellas casonas del pasado. Curioso asomé entonces la cabeza por el postigo de una de las ventanas. Era media noche. No era posible, por lógica, percibir el silbato del sereno, ya estaban en el más allá. Desde el año 70 se había decretado su extinción.
Sin embargo, la añoranza de tan feliz pasado, en complicidad con mi desbocada fantasía, me hicieron imaginar un fantasma en medio de la calle. Venía silbando intermitente y paraba de cuando en cuando a revisar la seguridad de las puertas; se desplazaba silbando a intervalos, embutido en su gabán negro, con gorra, capa y bolillo, sosteniendo con maestría un manojo tintineante de llaves: de pronto cegó con su linterna mi ventana, pero no se detuvo. Siguió de largo y desapareció calle abajo, en medio de las sombras.
Repasé entonces la vieja lección de los expertos comentaristas de la vida: La nostalgia es maestra, nos enseña que, a pesar del magnetismo ejercido por hechos gratos del pasado, es bueno y sagrado, evocarlos, pero sin asustarnos o llorar por ellos. Además de ser testigos de que hemos vivido, también son conexiones valiosas e irrompibles entre el ayer y el hoy, en nuestro tránsito fugaz por el mundo, antes de desaparecer en medio de las sombras del mañana.
Desde aquel día –hace ya más de 18 años–, cuando un profesor me pidió la publicación para contar sus hojas y palparlas con dedos de experto y, al final, devolvérmela indiferente, decretando que valía un poco más de cien pesos, supimos que no iba a ser nada fácil ubicarla en el escalafón de los bienes valiosos por su naturaleza intelectual, por su vocación recreativa y lectora destinada preferencialmente a los jóvenes estudiantes, a un precio de cien pesos, muy por debajo de los gastos de trabajo y producción. Quedó claro entonces que el negocio no iba por el lado de los cien pesos, –acorde a la escasa mentalidad de mi colega materialista–; sino por el lado caritativo o filantrópico de establecer una especie de ameno apostolado lector con entregas periódicas que los estudiantes acogieran libremente, las compartieran y, junto con sus profesores, las aprovecharan en sus respectivas clases, aportando una especie de donativo en compensación mínima por el bien adquirido.
En buena parte se ha logrado. Sin embargo, actualmente, todavía hay educadores que me miran de arriba abajo y no me dejan seguir a sus salones a ofrecerlo; o, “palpan las páginas del El Observador”, asegurando que es caro en cien pesos o, –lo que es peor–, que no es recomendable ofrecerlo en las aulas de clase, porque no es un bien académico, sino un gasto innecesario y peligroso, porque “si los chicos –argumentan muy serios–, se emocionan y gastan los cien pesos para conseguirlo, por su culpa se quedan sin plata con qué saciar sus estómagos; o sus padres, sin con qué surtir la alacena familiar.
Pese a toda esa mezcla de mal ambiente, de trabas, por parte de muchos, mi terquedad publicista, mi “negocio”, sigue cabalgando, –sin apoyo oficial, sin soporte publicitario, en solitario–, como aquel Soñador que persistía en su empresa de caballero andante así le ladraran los perros.
Pero también –por suerte, y lo agradezco– sobrevive el “negocio” de predicar el encanto de leer, por cuanto abundan los simpatizantes de la economía de la cultura, de la cual, la lectura es uno de sus principales y fecundos activos.
Consideran, pues la publicación independiente de El Observador poderosa herramienta para sacar avante el proyecto de hacer leer y entretener a los estudiantes, a los profesores, a los padres de familia, a los tíos, aún a la abuelita. Y por eso me conceden el padrinazgo moral que me mueve a seguir sacando de mi bolsillo más plata para continuar financiando la obra.
(Finalmente, –aquí en broma–, andan por ahí rusos cómicos contando que compré la camioneta con el producido del periódico. Les aseguro que el negocio de vender prensa en verdad me gusta y me capitaliza espiritualmente, pero tampoco da para comprar tanta belleza.)
Consejo final, –en serio–, pongámosle más empeño en consolidar nuestra propia vocación lectora.
La vocación lectora de los otros, vendrá por añadidura. Pónganle fe. Ella es contagiosa, como un virus.
Nos conduce a un universo infinitamente desconocido, nuevo y rico en profundidades que solamente valoramos cuando intentamos sumergirnos en él. ¡Es impresionante entonces que leer signifique tanto!
Los observadores no ahorran, como a mujer sensual, elogios para resaltar no sólo la hermosura de ella, sino también las maravillas buenas y tantas que puede hacer por nosotros, por nuestra vida interior, por la mente, por el corazón, por el espíritu. Agregan que leer te vuelve más imaginativo, que refuerza y mejora tu ortografía, que amplía tu vocabulario y mejora tu expresión oral y escrita.
Pero, también te aseguran que si lees bastante y bien, mejoras en muchos otros aspectos de tu vida, por ejemplo, te conviertes en mejor ciudadano, en persona más crítica y razonable, en más independiente y culto. En más conquistador y atractivo, si eres hombre. Lo mismo si eres mujer.
Para no extenderme tanto, haré un resumen de los super poderes de la lectura:
Te vuelves más inteligente. (Razón suficiente para leer). Estimula el intercambio de información y conocimiento. Te vuelves más receptivo y comunicativo.
Aprendes a concentrarte. (Cosa que te hace mucha falta). Te hace apreciar más el mundo material y el espiritual, a valorar mejor a tu misma especie.
Está probado, tras serias investigaciones realizadas con personas que leen, que si son estudiantes poseen mejores habilidades de expresión, lectura y comprensión. Que presentan mejores pruebas Saber, que hacen sus trabajos escritos ellos mismos sin copiárselos a los demás y, –algo tan bueno y bonito–, que hacen las tareas puntualmente y son disciplinados en sus aulas de clase. ¿Será posible que la lectura tenga tantos poderes? Creo que si lees mucho y con juicio podemos confirmar que además de placer la lectura es redención de mente y espíritu.
Esa carita iluminada de complacencia de la chica de arriba, sosteniendo en alto la publicación, rodeada de otros chicos igualmente satisfechos, como tantos otros, es ya un presupuesto feliz que hace posible la continuidad del negocio de El Observador. Y aquellos concentrados leyendo, de la portada, distraídos del resto del mundo, también acrecientan mi presupuesto moral para seguir publicando.
Muchos se quedaron “vestidos y alborotados”, pues siempre habían creído que la jornada electoral era una fiesta democrática presencial a la cual estaban invitados
En un gran colegio, en una bonita región, con habitantes correctos y estudiantes divertidos, los encargados de organizar la jornada escolar para escoger personero y contralor resolvieron, en un bien intencionado intento, poner al día digitalmente el ejercicio democrático electoral, cancelando la presencia de los electores frente a las urnas físicas, con jurados vivos y tarjetones de papel. En su lugar, convocaron a los estudiantes a ejercer su legítimo derecho de elegir a sus representantes al gobierno escolar desde el teléfono o desde el computador, en un tarjetón virtual mediante un silencioso, rápido y simple clic. Aparentemente todo parecía “un pequeño paso, pero un gran salto” en la modernización de los procesos electorales a nivel escolar, tal vez prototipo a copiar por todos los colegios del territorio.
Es cierto que las ventajas y beneficios del modelo parecen convencer a cualquiera:
El ahorro en papelería y en fotocopias, la economía en el esfuerzo muscular trasteando mesas, ubicando urnas, asignando jurados y veedores, todo ese tejemaneje material de ires y venires para montar y echar a andar el andamiaje electoral queda lógicamente superado en virtud de los poderes digitales, que reducen sustancialmente las fatigas generadas por cualquier evento democrático en vivo.
Sin embargo, quienes aman la democracia, la siguen y le dan “likes”, seguirán en su derecho y con sus ganas justas de considerar el proceso electoral como una auténtica fiesta donde se comparten, además de la presencia de las personas, sus comentarios y sus mutuos afectos. Ese magnetismo social, el interactuar entre ellos, el compartir esa experiencia de libertad electoral, no debería, por lo tanto, suplantarse por inexpresivos mecanismos informáticos. Es que, para ellos, así el celular y el computador los entretengan con sus juegos e imágenes, cuando se trata de actividad social, de celebración o de encuentros estudiantiles alternativos los dejan de lado, porque impera en su psicología el apetito social, el compañerismo, la necesidad de no estar aislados, ni de hacer cosas comunitarias en solitario. Podría hacerse el experimento, por ejemplo, de programar un baile o un bazar virtuales a ver si se emocionan bastante y lo disfrutan de lo lindo. Una elección escolar, por supuesto, tampoco aguanta ese tipo de tratamiento.
Pero hay más todavía. La democracia es como la religión civil de los pueblos. Ostenta dignidad y merece una especie de culto ciudadano. Cuanto a ella se refiera debería inspirar respeto, generar cierta complejidad y protocolos, nada de simplicidad. Las jornadas electorales son por lo tanto solemnidades para la democracia. Y las solemnidades hay que celebrarlas en vivo, no remotamente a través de fibras o Wifi. Es más todavía. Los jóvenes están convocados a desarrollar el valor de la ciudadanía y a potenciar el amor a la democracia. Más que los viejos deberían entonces untarse en directo de su esencia palpitante, experimentarla a través de los cincos sentidos, palpar los tarjetones con la yema de los dedos, marcarlos e introducirlos en las urnas, ante un respetable jurado de votación, como en alcancías que enriquecen el significado sublime de la democracia.
Es cierto que, para evitar contagios, se limitaron los encuentros; pero, ahora, cuando el virus parece replegarse, deberíamos volver a los gustos naturales de los espíritus, como son los de compartir, de estar juntos, de saborear las cálidas presencias de quienes son nuestros amigos y copartidarios, de presentarnos, en persona, a votar o ver votar, en vivo y en directo, por los líderes estudiantiles.
El Observador, no obstante, lo escrito arriba, reconoce la labor de quienes hicieron virtualmente posible el ejercicio de la democracia escolar. Esa idea noble de querer actualizar el proceso electoral proviene de demócratas creativos, pero, deberían conversarla, compartirla, antes de aplicarla.
¡Adiós, Mia bella!
Nos asustó su tamaño y la facha de pocos amigos. Era una enorme “bola de pelos”; madre hacía rato, de ascendencia extranjera, de caricias pocas, mirada intimidante. Aún así la hicimos parte de la familia.
“No pueden tenerla más” –Nos contaron–, porque la dueña de la gata va a tener un hijo y las señoras de experiencia, incluso el médico, advierten que Mía Bella (así se llamaba la minina, que realmente era bella), esparce pelos por todo el mundo, –dictaminaron– y eso le puede provocar una enfermedad delicada llamada toxoplasmosis”.
No muy exacto por cuanto el parásito que la propicia no se halla propiamente en sus pelos. De todas maneras, la futura madre, con el pesar de varias mujeres importantes de su casa, decidió buscarle a Mía Bella un digno hogar sustituto donde la adoptaran y la mimaran como a una reina, título nobiliario que no figuraba en ningún documento, pero que ella se lo había ganado por su porte, por su caminar leonino y esa mirada dominante de soberana.
Ganamos por suerte ese concurso, el de ser la mejor opción del hogar sustituto para Mia, y entonces, con la señora de la casa, nos fuimos a recogerla prontamente al apartamento donde había pasado la primera parte de sus mejores años: su infancia, su desarrollo y el proceso de su maternidad, cuyo fruto fue un cachorrito encantador, el cual obtendría poco después la nacionalidad gringa. No lo conocimos. Pero, según las noticias de la época, era fino y divino; y creo que pagaron mucho por él. Ojalá esté todavía vivo y no sepa la muerte de la mamá.
Cuando llegamos al apartamento nos tenían listo el trasteo de Mia Bella, su casa de madera, un bolso con ventana transparente, así como el resto de sus enseres personales. El tamaño de la gata nos alarmó, así como su pinta de enojo perpetuo. Era una colosal “bola de pelos”, de caricias pocas y de enorme mirada intimidante. Aún así, iniciamos el proceso de intercambio de propiedad o de paternidad, empacando en el bolso a la recién adoptada, subiéndola al vehículo con su trasteo para llevarla a su nueva residencia. Agradecimos el regalo a la primera dueña de Mia, que se quedó apesarada; mientras nosotros nos marchábamos emocionados, como si nos hubiéramos ganado un trofeo.
Ya en casa, le organizamos su “apartamento”, con su alcoba-comedor (ver foto, ahí está en la puerta), servicios y juguetes. Y nos turnábamos para atenderla lo mejor posible, para alzarla, jugar, consentirla, –para no hablar largo– para amarla como a un lindo juguete viviente.
Desde esa fecha del 2013 hasta el 28 de este octubre, (día de su triste adiós definitivo, tras soportar los últimos meses un cáncer de huesos demoledor), contamos ocho bonitos años, durante los cuales ella nos compartió sus gustos, sus caprichos, sus costumbres, su gestos particulares de afecto gatuno y de interés por nuestras labores habituales. Le gustaba meterse en las cajas de cartón, tal vez, porque sus instintos atávicos le recordaban las cuevas de sus ancestros. Hacía respetar su territorio emitiendo un gruñido característico de rechazo a los visitantes que no eran de su agrado, quienes, primero, saltaban asustados, pero, después se sorprendían fascinados por su belleza y pagaban por verla de cerca y sobarle la cabeza. (No se podía, era temerario, las uñas afiladas y veloces de Mia olían a peligro).
Le apetecía el sol del andén para broncearse, el amor de las macetas para las siestas, subirse al sofá de la sala a retorcerse, los tapetes cálidos, las cobijas elegantes, para desparramarse ahí, despidiendo un montón de pelos rubios. Ese vicio suyo alentaba el alboroto y los regaños de la señora de la casa, frente a los cuales Mia Bella se quedaba en suspenso como si entendiera y, en seguida, escapaba a lugares más seguros. Por el contrario, mi hijo mayor que mantuvo hacia ella un afecto admirable, la invitaba condescendiente a su alcoba y le permitía subirse a la cama a dormir allí o a mirar por la ventana hacia la calle como una abuelita chismosa a ver que noticias bajaban o subían.
Muchas más cosas podría contarles de la biografía de Mia, pero no hay aquí mucho espacio para hacerlo... Queda tarea para más adelante.
Al terminar las dolientes labores de sepulturero, en la finca de mi hermano, dediqué unos segundos solemnes a observar su tumba. Creí escuchar el dulce tintineo de campanas celestiales, pero, en realidad, eran unos carillones melodiosos colgados del techo de la casa vecina que se columpiaron con las brisas de la tarde. Pero los tomé como un homenaje póstumo a la noble difunta.
Recordé entonces cómo en su lecho de muerte le acariciaba la frente con la izquierda y el lomo con la derecha repitiéndole una y otra vez: ¡Gracias, Mia Bella, por haber compartido tu amistad, tu presencia, tus encantos, tu vida con nosotros! Luego, mirando hacia arriba, agregaba: ¡Gracias, Dios de la vida y de los bienes, por haberlo hecho posible!
Vuelto nuevamente hacia ella, conmovido hasta las lágrimas, le susurré: “¡Adiós, Mia Bella!” Ya sus pupilas lucían inmensamente negras.
¡Este reloj es un paquete!
Con aire capitalista detalló su compra: un enorme reloj con el cual pensaba cronometrar el mejor registro del campo al pueblo y ufanarse de esa joya delante de la gente. Horas de camino después, en la plaza, tuvo una sorpresa: Había “volado” desde la montaña remota al parque en un solo minuto.
Algo malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj.
El tío Benito fue famoso, (al menos en nuestro mundo familiar), por ser un sufrido varón, fiel a la jornada dura del campo, a los ajetreos hogareños, y por profesar una fe de carbonero en las personas, al borde de la bobada, tal como se lo criticaban con burla, cada rato, sus otros hermanos, como por ejemplo, Valentín, –hombre reseñado por las observadoras comunicativas, como muy “ofensivo”–, con quien precisamente sostenía frecuentes discordias verbales rayanas en boxeo público a campo abierto.
Una vez precisamente ese fresco lo ultrajó con sus malcriados comentarios sobre una de sus actuaciones, mientras paladeaba uno de sus habituales tintos, hasta el punto de hacerlo vociferar groserías comunes del medio, mal hábito del cual se cuidaba bastante. Aprovechó entonces el tal Valentín para reírsele feo en la cara y amonestarlo, en tono sacerdotal:
“¡No debes ser tan groserito, don Benito, eso es muy malo para la fe, la salud y para los oídos del prójimo!”
Como réplica, el tío Benito, rojo de ira, explotó contra el suelo la taza del tinto, desafiándolo inmediatamente, a un combate cuerpo a cuerpo.
“¡Cuando quiera!” —acordó ficticiamente el guasón, porque sus secretas intenciones no eran enfrentarlo, sino más bien, evadirse con disimulo de la escena.
“¡No perdamos tiempo, Valentín! Vamos a pelear” Porfió Benito, pero, el hermano, que no era belicoso, sino hecho para las bromas pesadas, acabó por batirse en retirada, dejándolo ahí amargado y chillando solo.
Pero tal vez la anécdota que se inscribió en los anales de la familia con rasgos indelebles fue aquélla que nos narraba jocosamente nuestro padre, con su singular estilo picaresco.
Según él, un amigo (de los que lo quieren a uno, no para el bien, sino para tumbarlo, es decir, para engañarlo), le ofreció a lo paisa, con tintes de ganga, un reloj de amplia esfera, con manecillas amarillentas, de cuerpo igualmente dorado: “¡Bañado en oro! –le aseguró el ostentoso vendedor- importado de la USA, futurista, sólo para los ricos e inteligentes que puedan darse el lujo de comprarlo!”
No tuvo que esforzarse tanto el farsante para que el tío Benito, –que ni le preguntó qué era eso de la USA–, acabara por soltarle unos buenos billetes a cambio de semejante “joya”.
Y entonces, ni corto ni perezoso, se lo estrenó feliz a la mañana siguiente. Lo fijo a las seis de la mañana, según el reloj campanero de la finca, lo ajustó a la muñeca, lo detalló soberbio, y emprendió rápidamente el camino hacia el pueblo. Quería establecer un nuevo récord de tiempo entre la casona del Edén y la plaza de mercado donde pensaba entonces también agitar el pulso a diestra y siniestra para que a la luz del sol se encandilaran sus compatriotas con los destellos de su presea dorada.
Una vez en la plaza concurrida, con aire capitalista, detalló su última y costosa adquisición, a fin de ufanarse de haber logrado el mejor registro del campo al pueblo ese día de mercado. Eso, por una parte. Y, por otra, para exhibirlo vanidoso a los espectadores. Sin embargo, apenas giró la muñeca y miró el reloj, se quedó petrificado. Estaba frente a un misterio inaceptable: Había literalmente “volado” desde la fría montaña remota al parque en sólo sesenta segundos: Eran pues -según su preciado cronómetro- las seis y un minuto.
Algo muy malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj. “Yo creo que con el reloj más bien. –pensó para sus adentros–. Comprobó al instante, indignado, que las manecillas del reloj estaban, igual que él, paralizadas, no por la emoción que lo embargaba, sino porque su mecanismo chino no era compatible con la dinámica imparable del tiempo. Fue entonces cuando, desconsolado y maldiciendo la malicia humana que se aprovecha de los ingenuos, definió con realismo lo que el capitalismo le había hecho comprar:
“Lo que realmente pasa -se dijo dolorido en su conciencia- es que ¡este reloj es un paquete! (Para decir: Puro tamaño pero nada que trabaja).
Luego fue a refugiarse a la sombra de una banca solitaria del parque a rumiar su pena y a esperar que se le iluminara el seso sobre qué hacer con “el paquete”, o sea con esa cosa costosa que le dijeron que marcaba exactamente la hora pero que en realidad ni siquiera fue capaz de andar más de un minuto.
Mientras él piensa ahí sentado un momento, les cuento que nuestro padre solía repetir mucho sus historias y las mezclaba unas con otras -o mi mente tal vez lo hace-pero lo cierto es que, al parecer, el tío Benito, después de serenarse y de pensar un rato ahí en el escaño, como no podía sujetar del cuello al estafador para estrangularlo, acudió más bien pacíficamente al relojero del pueblo para que le revisara el reloj y se lo pusiera a andar de nuevo, si era posible. (Eso fue lo que decidió ahí en la banca).
Cuenta mi padre que cuando entró Benito al taller del tiempo, aquel artista de arreglos, tomó el reloj con elegancia y lo destapó magistralmente. Tras un minucioso examen ocular mediante una lupa gruesa, se lo llevó a los labios para aplicarle el remedio: un severo soplo.
De una, como en los viejos tiempos del Génesis, cuando el barro cobró vida con el soplo divino, el rutilante reloj reanudó sus tareas naturales de marcar el tiempo. Quedó Benito otra vez buenamente pasmado con el suceso y de nuevo con el alma en el cuerpo le preguntó al relojero cuánto le debía. Imaginaba que de pronto el buen hombre sonreiría amable y generoso y le diría: “¡Nada! Y él contestaría suspirando de satisfacción: “¡Muchas Gracias!” Pero no fue así. El relojero, mientras reorganizaba los utensilios de su mesa de operaciones, le respondió como un profesional: “¡Son cien pesos!” (Plata para la época). Perplejo entonces el tío Benito le reclamó:
“¿Tanto por un simple soplo?
“Te cobro no tanto por el soplo, -Le aclaró el soplador-, cualquiera puede soplar. Te cobro porque yo sabía que debía soplar, y dónde soplar, cómo y en qué dirección soplar. Yo estudié bien ese arte de soplar como relojero, mi soplo, contenía el dinamismo que resucitó al reloj. ¿Por qué entonces no cobrar?
Una vez más le pareció al tío Benito estar frente a un noble hablador, que, así no más, con un simple soplo, le había reparado el reloj. Le dió entonces los cien pesos, se reajustó de nuevo el gran reloj en la muñeca y, tras darle las gracias al predicador, se fue rumbo a la plaza de mercado. Pero allí ya no tuvo la alegría y las ganas de exhibir su monumental presea dorada a sus conciudadanos. (Dudaba ya de su amor por ella). Ojeó una vez más las manecillas y supo que estaba andando. Y así se la pasó ese día atisbando ansioso a cada paso la cara del reloj no fuera a pedir otro soplo. No supimos si algún día después se encontró de nuevo con su amigo vendedor. Y si al reloj le siguieron gustando los soplos para seguir viviendo.
Aprendimos, como seguramente lo hizo el tío, que siempre habrá sobre la tierra presas fáciles para las redes de los arácnidos humanos, bromistas que gocen a costa nuestra; pero que siempre habrá la forma de no morir en sus redes y de aprender de todas esas experiencias flojas.
En eso ayudan los psicólogos de esta época estresante; (Y ganan billete) se la pasan “soplando”, impartiendo alientos de vida a quienes buscan bienes para sus males y escape a las trampas de sus prójimos.
Pero, sobre todo, querrán dejar de ser “paquetes” para la sociedad:
Pura fachada.. pero de servicio y eficiencia, pocón, pocón.
EL OBSERVADOR es una publicación muy especial consagrada al “negocio” de divulgar buenas lecturas y entretención entre los escolares de varias instituciones
Frente a diversos grupos de chicos entusiastas y con la previa satisfacción de directivas y profesores, el Editor repite las bondades de cada edición, rematando con la magia de “además viene con regalito”... En seguida los chicos, tras una brevísima pausa, sonríen como cuando uno se enamora; y al tiempo buscan, donde ellos solamente saben, las monedas o el billete para adquirirlo. Unos ciertamente lo hacen por el obsequio, pero otros, por la novedad de hacerse a unas páginas de humor, de lecturas o pasatiempos. De cualquier modo, por interés o por valoración, lo compran. Y eso ya es ganancia. Pero ganancia moral, psicológica. Porque mi inversión en insumos, tinta, papel, regalos, además del trabajo intelectual, físico y de distribución no dejan margen al lucro como para que algunos críticos murmuren chillando: “Con la venta del periódico se compró el Gran Vitara que tiene y le sobró para un apartamento”.
Las palabras de asombro de un coordinador, la semana anterior, que me dijo: “Lo admiro a usted por este gran trabajo y por su constancia durante tanto tiempo”, se suma a otras manifestaciones de apoyo que, por cierto, son bastante escasas. Y, como les pasa a los profetas, guardadas las proporciones, a uno le va mejor en “otras tierras”, es decir, en otros escenarios académicos, donde los jovencitos de los grados más inocentes parecen mostrar mayor alborozo con la producción tal como se observa en la mezcla de fotos de la portada. Alrededor de cuatrocientos ejemplares de la edición 29 vendidos en tres sedes del Galán Sarmiento, contando con el respaldo de los docentes, contrastan con los 60 vendidos en el colegio. Recuerdo sonriente ese curioso momento cuando le ofrecí con amor El Observador, por 500 pesos, a un viejo colega, el cual, sobando con pulgar e índice las hojas del periódico, estimó que valía por ahí con suerte ciento cincuenta pesos. Y me lo devolvió por caro. También recuerdo el instante duro cuando mi rectora, una mujer de grandes virtudes, una vez que recibió mi publicación, me ordenó fríamente: “Usted no puede vender el periódico en el colegio”. Eso era porque, según algunos padres, los chinitos, llevados por sus antojos, se quedaban ciertamente con El Observador, pero también se quedaban pobres sin empanada.
Y se formó entonces el dilema: Qué es primero: leer y divertirse, o comerse una empanada y aumentar el colesterol. No sólo es asunto de inteligencia financiera que se debe inculcar a los chicos sobre qué gasto o inversión es primero; y como se debe administrar prudentemente la mesada, sin quedarse hambriento en el intento. Pero también es de inteligencia emocional: Hay que alimentar antes el espíritu, la mente, la vida. Después la panza.
Pero, como dijo Bolívar de la muerte, “ella no me intimida”. Así lo hice yo esa vez, ese año, y seguí produciendo, ofreciendo y vendiendo, tuerto a las miradas de desaprobación de las autoridades o a los gestos de indiferencia de uno y de otro. Yo sabía que no podía resistirme a una de mis pasiones preferenciales, la de producir un periódico. Menos renunciar a un mandamiento docente, el de propagar entre los chicos el gusto por leer divirtiéndose. Y en esas ando.
El sistema educativo a fin de ponerse a tono con las corrientes capitalistas del momento, ha intensificado la tarea de contagiar con la fiebre empresarial a las instituciones educativas mediante su plan estrella de los proyectos pedagógicos productivos. Para algunos observadores, la iniciativa que se añade al largo menú de otras acciones académicas, responde a la exigencia de que los aprendizajes en cada institución sean prácticos, en el sentido de que contribuyan a que los estudiantes cultiven desde ya la competencia empresarial de cara a los nuevos desafíos del mercado global. Para otros, la pretensión no debe convertirse en la imposición de crear en verdad negocios rentables, ––la escuela en sus estadios básicos no tiene porqué asumir esas funciones propias de niveles más avanzados––; dejando en planos secundarios la formación fundamental del estudiante como persona en vía de desarrollo integral. Opinan que sea solamente un adiestramiento pedagógico para que ellos desde ya asimilen una visión comercial que los vaya a favorecer más adelante cuando ya entren a formar parte del sector productivo.En sistemas educativos avanzados, como el de Finlandia, solamente en la etapa de preparación profesional se introducen estos temas transversales, cuyo objetivo es proporcionar los conocimientos necesarios para el ejercicio de una profesión y de una ciudadanía responsable. Es cuando consideran apropiado acentuar en el educando su espiritu de iniciativa y de creación de sus propias empresas como satisfacción a necesidades reales de sus comunidades y en consonancia con los recursos de que dispongan en su entorno. Sin embargo, el introducir estos proyectos desde los inicios básicos de la formación, podría contribuir a un necesario ajuste de los contenidos del pensum académico, a fin de que no solamente demuestren su pertinencia y calidad, sino que también sean capaces de evidenciar la capacidad de los adolescentes para aplicarlos fructuosamente en la vida real, más allá de la teoría.
Cuenta otra vez la misma leyenda del otro día, pero en otra versión, que una vez existió en una región cercana una especie de gurú del amor y del común entender de la vida, del cual quedaron algunas anécdotas como por ejemplo aquella, en víspera de terminar el año escolar, cuando el viejo maestro hizo tenazas con sus brazos para aprisionar a una tal Damariz (Por esta sola vez haré la excepción de apuntar nombres propios) mientras vociferaba a los circunstantes, imitando una subasta: "¿Quién DA MÁS?" Y él mismo se contestaba, diciendo: "¡Damariz, Da más!" Lógicamente en estudios, en aplicación y en encanto. (Para que no imaginen otras cosas pecaminosas).
Pero luego comenzaba a dar recomendaciones a sus discípulos que iban pasando a fin de que sus vacaciones fueran satisfactorias. Por ejemplo, a la recién formada pareja de novios del grupo mayor, cuya chica se llamaba Yurany les recomendaba que se amaran mucho pero manteniendo quietas las manos y guardando distancias como entre los vehículos en movimiento: "¡Cuídense de las tentaciones –les aconsejaba– para que no les toque criar "yuranitos" antes de tiempo. Y con "yuranitos" se refería obviamente a los "chinitos" o niños, que definitivamente son lindos, pero a su tiempo y bien pocos.
A una chica muy paseandera de apellido Valderrama de una finca al lado del colegio le sugería que no fuera a estar DE BALDE, porque la ociosidad siempre le coquetea a los vicios. Al chico de más allá prendado de una tal Marey, a quien cada rato le confesaba: "¡Marey, me mareias, el corazón!" , le recomendaba que empleara a fondo las mejores técnicas de conquista, pero que tampoco fuera a volverse un desesperado, un compulsivo o un loco.
El mundo, ciertamente necesita de la locura del amor, pero no de obsesivos que se enloquezcan y desesperen por amores imposibles o no correspondidos. A otro que tenía la mente ida y el espíritu abatido porque la chica de sonrisa brillante, pasión de sus recuerdos, no se dejaba ver y lógicamente ni lo saludaba, lo animaba a entrenarse tanto en la técnica del desenamoramiento como en la estrategia de amar todo lo bello, todo lo bueno y todo lo necesario que la vida generosamente nos ofrece en el mundo, incluyendo tantas personas amables.Armando creo que se llamaba el chico. Y el maestro lo molestaba con el chiste telefónico de: "¿Está Armando?" Y al otro lado, el cómico le contestaba: "¡No, todavía no. Hasta ahora estoy leyendo las instrucciones!"
Pero él, afanado y ansioso de los ojos acaramelados de la chica, le preguntaba al maestro con insistencia que si podría ser feliz sin su presencia y sin sus amores. Ese gurú, consciente de que Armando se estaba realmente desarmando por dentro, le contó entonces la historia de aquel hombre que se fatigó mil veces en batallas perdidas aspirando al amor de una sola mujer, pero que al final, cansado y deshecho, sin tener una doncella propia que lo acariciara y le pegara los botones de su camisa, (entre otras cosas entretenidas), entendió, por fin, que su salvación existencial la lograba solamente amando él, sin esperar correspondencia ni tampoco recompensa por hacerlo; es decir, amando el aire, amando las flores, el cosmos, el Dios misterioso, incluso amando los recuerdos suyos: "En eso radica la felicidad, puesto que amar es la vocación esencial del ser humano. Y cumpliéndola, automáticamente, se es feliz".